Melancolía y debilidad de cabeza…

Tras conocer en una anterior entrada el revuelo ocasionado por el suicidio de Gumersindo de Aguirre en la Vitoria de 1867, lanzábamos en aquella ocasión diversas preguntas, tratando de ubicar si las idas y venidas de su molesto cadáver fueron algo habitual o una notable excepción. De este modo, la mejor manera de averiguarlo es quizás explorar los pocos casos del estilo que seamos capaces de rastrear en los archivos alaveses.

En esta ocasión, vamos a retroceder más de un siglo, hasta 1752. Y nos vamos a desplazar hasta Zalduondo para conocer el auto de oficio “sobre la muerte que a sí mismo se dio Gregorio Alberto de la Fuente, Ministro de Rentas Reales en esta dicha villa”. El alcalde de esta hermosa localidad es el responsable de iniciar las pesquisas el 2 de septiembre, pues la noche anterior, recién regresado de un viaje, el alguacil le puso al corriente de que este ilustre vecino se había muerto a sí mismo “habiéndose disparado una pistola”.

Al saltar la noticia, varios vecinos del pueblo habían acudido al lugar de los hechos, topándose en el zaguán de la casa con “una pistola descargada” y con el “cañón reventado”, y, ya en el aposento bajo, con el cadáver del “expresado Gregorio Alberto con mucha abundancia de sangre que se le iba”, vestido en camisa, con unos calzones, medias blancas y zapatos. El siguiente en aparecer fue el cirujano de Zalduondo, encargado de reconocer el cuerpo y “su género de heridas”. Alberto tenía una herida penetrante en la cabeza, que la atravesaba de lado a lado, dejando fuera “mucha parte del cerebro”. “Causada dicha herida por boca de fuego”, se reconocía en el cuerpo la carga de pólvora y plomo.

De inmediato, se acordó tomar declaración a la esposa y al resto de testigos que pudiera haber, “para la mejor administración de Justicia”. La mujer del fallecido se llamaba María Andrés de Arana, y nos ofreció la versión completa del suceso desde su punto de vista. Ambos habían regresado “contentos y alegres” a Zalduondo el día del suceso, por la mañana a las ocho, tras haber realizado un viaje a Vitoria “con felicidad, especialmente por el buen recibimiento y expresiones cariñosas que les hizo su señoría el Señor D. Joseph Manuel de Esquibel”. Todo había transcurrido “con la buena unión y cariño que corresponde al santo matrimonio”, nada hacía presagiar el desastre.

A las seis de la tarde María salió de su casa y, a la altura de la casa de un vecino, “reconoció en su establecimiento se hallaba una gallina que le faltaba”. Suponemos que trató de atraparla y, al arrimarse al umbral de esta vivienda, “oyó un grande estruendo de haberse disparado alguna arma de fuego y conoció que dicho estruendo había sido en dicha su casa, por lo que se asustó”. En esos instantes, la mujer corrió hasta su hogar, y allí encontró el panorama anteriormente descrito: “su marido tendido a la entrada del aposento”. En pleno shock, se dice “quedo tan sumamente atónita y aturdida que salió de su casa voceando y pidiendo auxilio a la gente”. Temerosos, nadie quería acercarse en un primer momento, pero tras la llegada del Cura se arrimaron ya algunos. Aunque el párroco dudará en un primer momento, y tratará de revivirlo o animarlo, ella sabía que su marido ya estaba muerto.

Llegados a este punto, y ya con la autoridad religiosa del lugar presente en la escena del crimen, nos preguntamos si Gregorio Alberto de la Fuente correrá la misma suerte que Gumersindo de Aguirre: ¿Podrá ser sepultado con normalidad? ¿O el suicido, concebido como pecado, supondrá un obstáculo insalvable? Aquí no hubo problema, el auto solicita la colaboración del cabildo eclesiástico de Zalduondo, para dar sepultura al difunto y emplear para ello los bienes inventariados y embargados al suicida. Poco más tarde, se subraya la necesidad de cumplir con “el entierro y demás sufragios”, y se incluye una generosa razón de todos los bienes embargados en su vivienda para asumir dichas cargas (y las demandas y deudas a acreedores que pudieran quedar sin saldar).

El proceso suma numerosas voces, vecinos y vecinas que repiten, casi sin matices, la versión de María Andrés de Arana desde distintos puntos del pueblo. Sin embargo, en algunos testimonios brotan también posibles razones para explicar lo sucedido. Son pequeños detalles, pero resultan elocuentes. Una declaración considera que el único causante habría sido “la mucha debilidad que padecía del cerebro”, los vértigos, pues de ningún modo podía atribuirse a la “menor quimera [disputa] con nadie”, “antes bien, estaba bien querido” por todos.

Además, se anota un episodio previo, quizás un aviso del desastre por venir: el día del Corpus de ese mismo año, “ejecutó la acción de despeñarse en Aránzazu”. Es una afirmación un tanto misteriosa, que vamos a tratar de comprender según avanzamos con el proceso.

Un nuevo vecino responde al interrogatorio y, habiendo vivido con el matrimonio en su casa “el tiempo de dos meses”, vio como Gregorio Alberto ejecutaba “con frecuencia acciones y se mostraba” con achaques y dolencia, derivadas de su “debilidad de cerebro”. Y, tras ello, reaparece el episodio en el célebre santuario vecino. La visita había sido en busca de remedio, acudiendo en romería (1). Pero, una vez allí, se “le vio andar muy alborotado hasta que finalmente se echó por un despeñadero” (al parecer, previa confesión). Hasta ahí podemos leer. “Despeñarse”, arrojarse “por un despeñadero”… suena tremendo, pero no debió ser un accidente tan grave, si salvó la vida y no se explican más detalles sobre el suceso.

Los testimonios siguen, apuntan en una misma dirección, y coinciden: “a causa de la debilidad de cabeza que padecía de cinco a seis meses a esta parte, cuyo achaque ha ido en aumento”, Gregorio Alberto ha atentado contra su vida “deseando lograse algún alivio”. Así, en varios momentos del proceso, justifican que “la muerte vino de demencia”, de “melancolía y debilidad”. En las ultimas paginas del auto se refleja todo el armazón burocrático posterior: la tasación, almoneda, entregas del dinero y cuentas con el Cabildo, la Iglesia, etc.

Parece, por tanto, que la locura hubiera eximido a Gregorio Alberto de ser sometido a un proceso, en el que su muerte pudiera ser reconocida como pecado. Esto realmente no termina de resultar concluyente, pues, en el caso de Gumersindo de Aguirre, todos sugerían que tenía “perturbadas sus facultades”, y que el disparo que acabó con su vida se produjo en un “momento de enajenación mental”. ¿Dónde está la diferencia? A uno se lo entierra sin mayor problema, al otro se lo relega a los márgenes, a ser sepultado en un patio de viviendas. Puede influir la diferencia entre el medio urbano y rural, quizás también la conciencia y posiciones de los cargos eclesiásticos y civiles implicados en cada caso.

En el año 1983 se produjo un cambio en el Derecho Canónico, eliminándose definitivamente la prohibición de inhumar a quienes se quitan la vida. En ese nuevo reglamento, se lo vinculaba con la enfermedad mental, y se daba por terminada esa consideración del suicidio como un acto contrario a los principios católicos. Es por tanto un cambio muy reciente, pero históricamente, durante siglos, esa postura ha existido, suavizando quizás muchos de los procesos que pudieran iniciarse contra suicidas. En concreto, es destacable la postura del mítico padre Feijoo (1676-1764), quien se habría aproximado en este mismo periodo que nos ocupa −mediados del XVIII− a este fenómeno, aportando una postura muy moderna, que anticipa lo expuesto en el Código de 1983. En su caso, la premisa (cuestionable) es la siguiente, “nadie se mata a sí mismo estando en su sano juicio”:

Supongo lo primero, que siempre que haya duda razonable si el muerto se quitó la vida a sí propio, o se la quitó otro, se debe dar sepultura sagrada, porque no se le debe aplicar la pena, sin constar ciertamente del delito. De aquí es, que, aunque se halle el cadáver pendiente de una viga y ahogado con un lazo, no habiendo más testimonio contra él, que este mismo hecho, no debe ser privado de la sepultura. Lo mismo digo; aunque se hallase empuñado en la mano el puñal, que le había atravesado el pecho, pues su enemigo, después de matarle, pudo ponerle en la mano el instrumento de la muerte para hacer creer, que el mismo difunto había ido autor de ella”.

“Supongo lo segundo, que aun siendo cierto, que él mismo se quitó la vida, si hay duda si lo hizo deliberadamente, también debe ser sepultado. La razón es , porque esto es dudar sobre si la acción fue, o no pecaminosa; y no constando que la acción fue formalmente culpable, no se puede aplicar el castigo”.

“Supongo lo tercero, que aunque el sujeto fuese conocido, si algún tiempo antes de quitarse la vida se le observó irregularmente pensativo, y melancólico, se debe ejecutar lo mismo, por la presunción bien fundada, de que gravándose la melancolía, vino a terminar, como sucede muchas veces, en formal demencia”.

“Hasta aquí la doctrina común. Pongamos ahora el caso en muy diferentes términos, introduciendo a la tragedia un hombre, no solo conocido, sino con quien diariamente convivimos, y en quien nunca hemos notado vestigio de locura, ni de disposición para ella. Supongo que este hombre, acabando de estar en conversación con nosotros, en la cual se explica según su modo regular, sin la menor apariencia de tener el espíritu descompuesto, se recoge en su cuarto (…) que se detiene así encerrado mucho más tiempo que el que acostumbra y los domésticos rompen la puerta, y le hallan ajustado el lazo al cuello, pendiente de una viga. Quid faciendum?”.

“Según la doctrina común, parece no hay duda de que este hombre no puede ser sepultado en lugar sagrado. Sábese con toda certeza, que él se quitó la vida (…). No me opongo a la resolución: solo pido, que se suspenda la sentencia hasta haberme oído y después me conformaré con ella, sea la que fuere (…) porque sin esta prueba no puede creerse que nadie se mata a sí mismo estando en su sano juicio”.

Hasta aquí el caso de Gregorio Alberto de la Fuente, que acabo violentamente con sus vértigos y dolores. Seguro no será la última aproximación a esa tentativa de historia de la muerte intencionada en nuestra provincia.

(1) En una entrada previa, “Las niñas resucitadas”, ya abordamos el caso de varias niñas y niños alaveses que buscaron la intervención curativa y milagrosa de Aránzazu en el siglo XVII.

Documentos empleados:

– Autos criminales de oficio por la muerte (suicidio) de Gregorio Alberto de la Fuente, A.H.P.A., signatura JUS 16548.

Imágenes:

– Cabecera: «Santuario de Nuestra Señora de Aranzazu», fotografía de Gerardo López de Guereñu.

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