Hace algunos años dedicamos desde Álava Medieval – Erdi Aroko Araba un completísimo estudio al desaparecido convento de San Francisco de Vitoria-Gasteiz. Planteada como una ‘historia cultural’, en el libro se recuperaba la memoria de este emblemático lugar, desde el siglo XII hasta su polémica demolición en 1930. Y por sus páginas figuraban infinidad de hombres y mujeres que, de uno u otro modo, fueron dando forma al lugar. Principalmente en el siglo XIX, podíamos seguir las idas y venidas de los monjes, exclaustrados en varias ocasiones y despachados definitivamente del cenobio en abril de 1834, durante el transcurso de la Primera Guerra Carlista.

A pesar de lo exhaustiva que fue la investigación, lógicamente siempre es posible ampliar la información referida a determinados momentos históricos o, como es el caso que aquí nos ocupa, sumar una nueva voz, hasta el momento desconocida, que alumbre de forma singular un breve periodo de la historia del convento vitoriano. En esta ocasión, vamos a conocer el periplo de un sacerdote francés perteneciente al clero refractario, que durante varios meses de 1792 fue acogido por los hermanos franciscanos de la capital alavesa, antes de continuar su viaje hacia el sur de la península.
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Conocemos esta historia gracias a Yohan-Paul Eveno y Quentin Favreau, vecinos de L’Île-d’Olonne y miembros de la Asociación para la investigación histórica Hisla Ad Marchas, quienes tuvieron la deferencia en el año 2021 de acercarse hasta Vitoria y entregarnos un ejemplar del libro “Le périple en Espagne d’un curé en exil. Journal de l’abbé Paillaud (1792-1797)”. Una estupenda investigación en la que se recoge la historia y el diario personal de este sacerdote nacido en este pequeño municipio de la región de Países del Loira, el cual nos legó una interesante descripción de la Vitoria de finales del XVIII, que daremos a conocer a lo largo de esta entrada.

Para empezar, quizás sea preciso contextualizar brevemente las razones que provocaron la inmigración masiva del clero francés[1]. Tras la Revolución, en julio de 1790 la asamblea constituyente francesa aprobó una Constitución civil del clero que implicaba una profunda reforma de la Iglesia en el país. Se reestructuraban las diócesis, desaparecían los privilegios de los religiosos, se pensaba incluso en secularizar bienes eclesiásticos y, en lo sucesivo, el Estado se haría cargo de remunerar al clero. Toda la institución quedaría bajo el control del poder civil, convirtiendo a los sacerdotes en funcionarios públicos.
Obviamente, este proceso generó agrias disputas y resistencias por parte de la Iglesia, más aún cuando, a finales de 1790, llegó el momento de jurar los principios revolucionarios y esta nueva Constitución. En ese momento, la Iglesia francesa quedó dividida: los constitucionales seguirán ejerciendo el ministerio; los refractarios, siguiendo lo indicado por el papa Pío VI, no la acataron, y, aunque durante algún tiempo pudieron seguir en sus puestos, pronto se produjeron persecuciones, encarcelamientos y ejecuciones.
Es entonces, en los meses de verano de 1792, cuando se produce la salida masiva de emigrées contrarrevolucionarios. Los países limítrofes, tanto al norte como al sur, recibirán una gran oleada de sacerdotes y, en el caso peninsular, por la cercanía obvia, las diócesis de Calahorra y Pamplona acogerán durante los primeros meses una cifra muy generosa. El año anterior habían sido bastantes los dignatarios y altos cargos de la Iglesia en cruzar la frontera, en 1792, en cambio, la mayoría fueron curas del bajo clero, que de forma precipitada huyeron para salvar su vida.
Así, llegamos hasta el protagonista de esta historia, el cura André-Thomas Paillaud, nacido en L’Île-d’Olonne. En su caso, abandonará Francia el 22 de junio de 1792, a los 33 años de edad, y lo hará en un barco junto a cinco compañeros sacerdotes. Desde el momento de su dolorosa partida, decidirá redactar un diario que sobrevivió al paso del tiempo gracias a la intervención de varios religiosos. Así, su voz se suma a la de tantos viajeros que, a lo largo de los siglos, atravesaron nuestro territorio[2], legándonos valiosos testimonios de vida. Y nos muestra, como veremos a continuación, a un personaje instruido, con curiosidad por el arte y las costumbres del país.
La primera parada de Paillaud será San Sebastián, ciudad a la que llega el 26 de junio, y donde recibirá una carta de recomendación dirigida al cura de la parroquia de San Vicente en Vitoria, por lo que tendrá claro cuál es su próximo destino. Por motivos económicos, decidieron realizar el viaje a pie, y el día 28 a las tres de la tarde comenzaron a caminar. En el camino se toparon con otros sacerdotes franceses y trataron de negociar sin éxito un traslado en mula por un precio exorbitante. Paillaud atravesó Tolosa, Ordizia, Mondragon y Salinas de Léniz. El viaje tuvo numerosos sobresaltos y, tal y como lo narra, supuso un gran desgaste físico (“me era casi imposible poner un pie delante del otro”) y psicológico (“no pude evitar que mis lágrimas fluyeran en abundancia a lo largo del camino”).
Finalmente, el 1 de julio a las siete de la tarde, Paillaud llegó a Vitoria y, casi de inmediato, tras asentarse en una posada, él y sus compañeros se dirigieron al convento de San Francisco, para encontrarse con un párroco francés albergado allí y llamado M. Bast. Al preguntarle si podían quedarse y entrar en la comunidad, su respuesta fue la siguiente: “Esto es imposible. De los cuarenta sacerdotes que están aquí, varios han intentado entrar y no han podido conseguirlo. Yo mismo, que desde hace un año convivo con estos buenos religiosos que me aman, no he podido conseguir que entrará conmigo uno de mis amigos”. Aun así, insistieron, y les invito a regresar al día siguiente, pues trataría de convencer al padre superior.
El día 2 regresaron, pero M. Bast no les ofreció buenas noticias: “Lo siento mucho, pero no hay nada que esperar. Sin embargo, no debéis quedaros mucho tiempo en esa posada. Pronto agotareis vuestros ahorros allí. Hoy buscare por la ciudad y, si puedo encontrar una pensión por menos de cuarenta soles diarios, será estupendo y podréis acomodaros en ella”. Aun así, antes de abandonar el cenobio, pidieron permiso para saludar al padre guardián. Y, tras despachar un rato en latín, uno de los sacerdotes franceses le preguntó: “¿Usted cree que San Francisco nos habría negado la hospitalidad?”. El padre quedó conmocionado. Realizó algunas consultas, pero confirmó que no podía acogerles sin un permiso de sus superiores. En ese momento, los curas exiliados aguzaron el ingenio: el permiso era necesario para una acogida permanente, pero quizás no para el tipo de acogida momentánea que ellos estaban demandando, ¿no?
De este modo, el franciscano cedió, y les admitió en el convento durante al menos un mes. Esa estancia resulto sumamente ventajosa para ellos, pues, a cambio de realizar algún servicio religioso en beneficio de la comunidad, no se les cobró pensión alguna y tan solo tuvieron que pagar por el servicio de lavado de sus ropas. A continuación, Paillaud intercala una bonita descripción del convento vitoriano, que, por su interés, he preferido trascribir íntegramente:
Esta comunidad de buenos religiosos es muy grande, hermosa, bien conservada, y alberga de sesenta a ochenta religiosos a los que hemos visto con edificación observando una regla dura y austera. Sin embargo, a pesar de la alegría y la felicidad dibujadas en sus rostros, había entre ellos personas muy viejas, algunos de los cuales habían sido provinciales, definidores, guardianes, etc.
Su iglesia es hermosa. El altar mayor, renovado hace unos años, es de una bella arquitectura dórica, con estatuas, columnas, pedestales y, en el medio, una hermosa hornacina en la que se encuentra la estatua de una Virgen de tamaño natural. El conjunto, desde el altar que se eleva ocho pies sobre el suelo, está cubierto con un dorado muy fino, muy pulido y liso. La iglesia forma una nave y, en los muros laterales, se abren a cada lado seis capillas cuyos entresuelos, hasta la altura de la bóveda, están decorados con piedras talladas en festones de un gótico bastante bello. La sacristía es grande, hermosa y bien decorada con espejos y otras bellas pinturas.
Se accede a la iglesia y al claustro por un amplio y bello pórtico, cubierto con una plataforma decorada con una hermosa reja de hierro que contiene un parterre, en medio del cual se encuentra una fuente. Está decorado en sus perfiles con escenas de la vida de San Francisco, bastante bien pintadas sobre lienzo. De este claustro se sube, a través de un hermoso vestíbulo y una soberbia escalera, rematada por una bellísima rotonda, y cuyo primer tramo se divide en dos a derecha e izquierda, hasta el claustro alto, con un pasillo que lo rodea, y comunica con todos los espacios de la comunidad, que son amplios, limpios y bien iluminados.
Al final de estos pasillos se ve, a través de una hermosa puerta abierta, una biblioteca muy grande y realmente voluminosa, donde se encuentran, entre los Santos Padres, todos los autores españoles y muchas obras francesas, como las de los mejores predicadores, las de Bossuet, la historia eclesiástica del padre Fleury, etc.



Una vez en el convento, estos sacerdotes franceses trataron de reposar, pero se veían “continuamente perturbados […] por diversos pensamientos, por las más diversas causas, temores, prisas, peligros o fatigas”. Agotados por el viaje por mar “de más de cien leguas” o “por el recuerdo” (unos de sus padres y madres, otros de sus seres queridos y amigos), se sentían como un “rebaño abandonado a todos los peligros de la seducción”.
Aun así, parece que Paillaud tuvo tiempo de recorrer la ciudad y nos ofrece una completa descripción de la Plaza Nueva, cuyas prolongadas obras habían terminado recientemente, pues la primera sesión del flamante Ayuntamiento se celebró el 21 de diciembre de 1791[3]. Además, al producirse su llegada en pleno verano, pudo comprobar como la plaza se convertía en “el centro de los entretenimientos más inocentes y simples”, con los grandes festejos celebrados en honor a la Virgen Blanca. Así, en cada esquina no faltaron los bailes al son de diferentes instrumentos (incluso hasta altas horas de la noche) o los juegos artificiales (cayendo incluso alguno dentro de las huertas del convento, para regocijo de los novicios).
Además, Paillaud también pudo contemplar otro espectáculo sumamente habitual en la Vitoria del XVIII: las corridas de toros. Aunque no le parecen nada particularmente extraordinario, cree obligado reflejarlas “por la cantidad y calidad de los asistentes”. Se celebraban ya aquel año en la misma Plaza Nueva, donde se instalaban unos soportes de madera “capaces de proteger a los espectadores de cualquier accidente”. De este modo, se originaba una especie de anfiteatro “ocupado por la gente común, entre quienes algunos observan el combate, otros cantan, algunos tocan instrumentos y otros están ocupados bailando, saltando, retozando, etc.”. Arriba, en los balcones, se encuentran las gentes distinguidas: “los representantes de la ciudad y los eclesiásticos a un lado, y del otro las damas, los nobles y los señores”. Según apunta, “esta ceremonia, que comienza a las tres de la tarde, termina por la noche”.
Una vez descrita la fiesta, nuestro protagonista continua enumerando detalles patrimoniales y urbanísticos: las parroquias locales, los conventos masculinos y femeninos, algunas piezas notables de platería e, incluso, la ceremonia de la carta al Zadorra (en la cual se conmemoraba que los privilegios de Vitoria seguirían siendo respetados mientras el agua de este río siguiera su curso hacia el Ebro).
Pero la cruda realidad se interponía en sus descripciones y paseos: “con suma crueldad se ponía a prueba mi sensibilidad en Vitoria, viendo llegar casi todos los días a veinte, treinta o cuarenta desdichados sacerdotes franceses, expulsados como nosotros de nuestra infeliz patria, abrumados por el cansancio, mal vestidos, la mayor parte de ellos despojados de todo”. La situación era aun más desesperada, pues Paillaud “deseaba ardientemente” ver de nuevo a varios amigos a los que había perdido la pista. Por ello, salía a diario a la carretera principal, para preguntar a los recién llegados si sabían algo. A pesar de la impaciencia, sus compañeros más allegados terminaron apareciendo, montados a caballo. En esos días, los reencuentros en Vitoria serian numerosos, incluso con sacerdotes a los que prácticamente todo el mundo había ya dado por muertos: la aparición de uno de ellos, tras quince meses escondido, supuso un autentico shock, como si se les “apareciera un muerto resucitado”.
El tono general del relato alterna afirmaciones más dramáticas y pequeños apuntes cotidianos, considerando además que la visita se producía en pleno verano, con las calles llenas. De este modo, los sacerdotes franceses fueron testigos del vuelo de un hermoso globo, acompañado de vistosos cohetes y fuegos; otro día vieron una procesión religiosa realizada por laicos, en la cual varios jóvenes “vestidos singularmente”, cantaban y bailaban al son de los instrumentos, junto a los miembros de la cofradía.
En términos generales, la estancia de Paillaud en Vitoria resulta satisfactoria. Y, en un momento dado, no duda en afirmarlo: “Hubiera pasado mi exilio en esta ciudad”. Sin embargo, todo tiene un ‘pero’. En este caso, el párroco menciona la amenaza de quedarse “sin retribuciones de las Misas”, pero también “el miedo al frío invernal”, que los nativos pintan como “excesivo”. Por ello, a pesar de la buena acogida alavesa, y ya sin esperanza de regresar prontamente a su patria, Paillaud y varios colegas acordaron dirigirse al obispo de Sigüenza, pues sabían que mostraba especial predisposición “en favor de los sacerdotes franceses”.
Le escribieron durante el mes de septiembre. Y el prelado de Siguenza, dispuesto a recibirles “con ternura y amabilidad”, les dirigió primeramente al Obispado de Calahorra, donde habrían de obtener un certificado. En ese momento, se dirigieron al vicario encargado de Vitoria. Precisamente este último iba a departir con el Obispo de Calahorra en los próximos días, por lo que podría efectuar esa gestión por ellos. Esas ultimas horas, Paillaud y el resto de compañeros obtuvieron varias cartas de recomendación, que les serían útiles en sus próximos destinos (menciona una del canónigo de la colegiata de Vitoria, quien además les regaló dos libras de chocolate para el viaje, y varios ‘redingotes’ −una prenda, al estilo de una capa o abrigo−).
Antes de abandonar definitivamente Vitoria el día 5 de octubre, Paillaud realiza una sincera e interesante reflexión. Admite que, “considerando todos los detalles, el viaje [que estaba a punto de emprender] no era absolutamente necesario” para ellos. En ese momento, imbuidos por “el afán de conocer el interior de España”, el viaje parecía algo prudente y oportuno en sus cabezas. Sin embargo, de haberlo reflexionado seriamente, habrían valorado “la extensión del viaje, los peligros, los dolores y fatigas de un camino de sesenta leguas”.
Necesario o no, el periplo de este párroco rural no terminaba en el norte de España, le estaban destinadas otras muchas aventuras por toda la península, y una estancia final más prolongada en Córdoba. Su estancia en Álava fue breve (además de Vitoria, nos consta que paso por Gometxa, La Puebla de Arganzón y Armiñon), pero nos ha permitido alumbrar una historia fascinante, la de todos esos eclesiásticos franceses emigrados durante un tiempo en la Diócesis de Calahorra. Fueron muchos, pero pocos nos legaron un diario tan detallado y rico como el de l’abbé Paillaud.
[1] Para conocer mucho más en profundidad este proceso, en relación al ámbito alavés y vasco, véase “Los Eclesiásticos franceses emigrados en la Diócesis de Calahorra y Santo Domingo de la Calzada durante la Revolución Francesa de 1789” de Luis María Areta Armentia, en Boletín de la Institución Sancho el Sabio. Vitoria, Año 17, t. 17 (1973), p. 155-206. En el artículo de Areta se aportan interesantes estadísticas, mencionando también otros casos de sacerdotes acogidos en Vitoria por familias.
[2] En este sentido, cabe destacar la obra Viajeros por Alava, (siglos XV a XVIII) de Julio-César Santoyo (Caja de Ahorros Municipal de Vitoria, 1972).
[3] En aquel entonces, ocupaba el cargo de alcalde Ramón María Urbina y Gaytán de Ayala, el II Marques de la Alameda. Casualmente, contamos con otra excelente descripción artística de la plaza realizada también en 1792. Se publicó en la llamada ‘Guía de Forasteros’, la primera guía enfocada a difundir los principales elementos artísticos y patrimoniales de nuestra ciudad entre quienes nos visitaran, ejecutada probablemente a cuatro manos por Lorenzo Prestamero y el Marqués de Montehermoso.
Documentos empleados:
– “Le périple en Espagne d’un curé en exil. Journal de l’abbé Paillaud (1792-1797)” (Collection Mémoire de Vendée, 2020).
Imagen de cabecera:
– «Retrato de sacerdote», Gerardo López de Guereñu. Archivo del Territorio Histórico de Álava [Signatura: ES.01059.ATHA.GUE.CD.13161].