El reposo del suicida…

El 30 de enero de 1867 el arquitecto municipal de Vitoria (Francisco de Paula Hueto Ruiz de Azúa) dibujó, sin duda, uno de los croquis más singulares de su carrera. Lo haría en un periquete, revestía poca o ninguna dificultad, y, firmado de su puño y letra, nos legó un diseño “del sitio en que fue inhumado el cadáver de D. Gumersindo Aguirre”.

Podemos empezar este triste relato ahí, en ese espacio tan simple y, quizás precisamente por ello, tan opresivo. Vemos una estancia cuadrada, una suerte de patio, con un pozo en el medio, y un rectángulo a su lado. Dos ventanas y una puerta de acceso, nada más. ¿Ahí fue inhumado un cadáver? ¿Cuándo, cómo y por qué?

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Ese croquis, uno de tantos con los que nos topamos los investigadores al hacer trabajo de archivo, forma parte de un expediente conservado en el Archivo Municipal de Vitoria-Gasteiz, en el que se especifican las “Diligencias practicadas con motivo de la inhumación” del consabido cuerpo durante los últimos días del mes de enero. ¿A que se debe todo este revuelo? La primera nota del expediente, sellada en el Juzgado de Primera Instancia de Vitoria nos lo aclara: estamos ante el cadáver de un suicida.

Un cuerpo, al que enterrar, y una primera respuesta del capellán del Hospital y de la Diócesis de Vitoria: no se le podrá dar sepultura inmediata en lugar sagrado, sin proceder previamente a realizar una evaluación canónica. El problema queda en manos de la autoridad civil, a quien compete “atendida la urgencia del caso, que se le de sepultura en lugar profano, seguro y decente, ínterin se decida lo que corresponde con arreglo a lo que resulte del expediente canónico”. Tal y como se expresa, es preciso evaluar si a Gumersindo se le cree “digno o indigno de sepultura”.

Para entonces, conviene aclararlo, el lugar habitual de enterramiento habría sido el cementerio de Santa Isabel, camposanto principal de la capital alavesa desde hacia ya unos años. Pero, siendo “competencia exclusiva de la Autoridad Eclesiástica el conocimiento de los negocios relativos a la colación de sepultura a los que mueren en el seno de la comunión cristiana”, es preciso acatar sus tiempos, y respetar sus primeras indicaciones:

4º La prohibición expresa y determinando de trasladar en el periodo de cinco años los restos mortales de D. Gumersindo Aguirre desde el lugar profano en que se inhumen al Cementerio de los fieles, si del expediente que la autoridad Eclesiástica está instruyendo resulta por la misericordia sin limites de Dios, que no ha dejado de existir fuera de la congregación cristiana.

5º Que siendo así, el cadáver del expresado D. Gumersindo de Aguirre tendrá que continuar sepultado cinco años fuera del sitio en que descansan los de sus hermanos y sin participar de las misas y oraciones que en el Cementerio se dedican al eterno descanso de las almas de los que en él duermen.

Parece inevitable que el cuerpo de nuestro infausto protagonista se vea envuelto en un autentico enredo burocrático-espiritual. Llegados a este punto, surge una pregunta: ¿todos los suicidios durante aquel periodo generaban expedientes y disputas, o estamos ante un caso singular? Aunque toda muerte repentina y violenta genera un indiscutible sobresalto a su alrededor, más aún en una sociedad arbitrada de forma implacable por la Iglesia, el final de Gumersindo resulta seguramente excepcional. Su muerte, como ahora veremos, resultó ineludible, y gracias a ello contamos con un sinfín de detalles acerca del caso.

Dejamos un momento el expediente sobre su inhumación en la mesa, y rebuscamos en hemeroteca alguna información más precisa sobre su historia. El Pabellon Nacional del 6 de febrero nos hiela la sangre con una descripción detallada del “acontecimiento sumamente desagradable” que la pasada semana tuvo “el triste privilegio de atraer sobre sí la atención pública en Vitoria conmoviendo dolorosa y profundamente a aquella ciudad culta y pacífica”.

El 24 de enero de 1867 (jueves), la capital alavesa se veía convulsionada por una triste noticia. Entre las 9:30 y las 10:00 de la mañana, el tesorero de la Diputación de Álava, el Sr. Echevarri, escuchó una detonación en el despacho contiguo de la oficina de intervención de cuentas de la casa palacio, a la que acudió raudo encontrándose un “cuadro terrible”: allí estaba Gumersindo de Aguirre, “sentado en su silla y apoyado el cuerpo en el bufete, con el cráneo deshecho, se hallaba el infeliz suicida bañado en su propia sangre”.

Según la noticia, se trataba de un “empleado probo y laborioso, de honrosos antecedentes, con treinta y tantos años de antigüedad en las oficinas de nuestra diputación, querido por cuantos han tenido la ocasión de tratarle”. En opinión del reportaje, en un momento de enajenación mental, “se ha abierto a sí mismo la tumba violentamente a los 48 años de edad, sin que aparezca el motivo que ha podido dar lugar a determinación tan espantosa”.

Como indica la nota, rápidamente se constituyó el juzgado en el lugar de la catástrofe con objeto de instruir las primeras diligencias, y se encontró entonces una carta escrita por el propio suicida momentos antes de atentar contra su vida: “aunque corren diferentes versiones, diremos que la exacta y verdadera es, que después de mostrarse reconocido al inquebrantable afecto que toda la vida le ha profesado su hermano, espera que Dios hará feliz a este por ser laborioso, honrado e inteligente: que siempre se interesó vivamente por Méjico, Alemania y Candía, y que confía en que Dios acogerá su alma en su seno”.

Atendiendo a lo incoherente del mensaje, la noticia de El Pabellon Nacional pretende acreditar que se hallaban perturbadas sus facultades. Esa misma mañana, a las 11:30, el cadáver fue trasladado al hospital civil, siendo reconocido por Gerónimo Roure.

Sorprende lo extensa que resulta la noticia. En la mayor parte de diarios el asunto se resolvió de forma más escueta: un pistoletazo en la cabeza dio fin a una “persona muy apreciada en aquella ciudad”. Ese aprecio, unido a su condición de funcionario y al hecho de haberse suicidado en la Casa-Palacio de la Diputación Alavesa, hizo que el caso cobrará mayor envergadura, y no cayera en la fosa común del tiempo y el olvido.

La carta de suicidio, por desgracia, no se conserva. En ese momento, fue analizada al detalle, cotejando la letra con las firmas de los documentos de la Oficina, y considerándola de su puño y letra de forma indubitable.

***

Ahora sí, tras esta triste y cruenta escena, volvemos al expediente, a la búsqueda de “un lugar profano, seguro y decente”. El asunto, desde luego, corría prisa, pues “el estado en que aquel se encuentra no admite esperar a que se instruya y ultime el expediente canónico”. El cadáver, al parecer, se encontraba en el “deposito destinado a los de su clase en el Hospital Civil”, y tuvo que ser reconocido para ver cuan urgente debía de ser el proceso. En ese informe médico se indica que “hasta la fecha no hay síntomas de descomposición. Por cuya causa, no hay inconveniente en que se espere y prolongue su enterramiento hasta que se presenten los síntomas de putrefacción”.

A pesar de ello, pronto comienzan a evaluar si en la ciudad hay algún local que reúna las condiciones y requisitos indicados. Y rápidamente se menciona la opción del depósito de bombas de incendio, situado en las Cercas Bajas, en un patio que tiene quince pies de ancho con quince y tres cuartos de largo. En el medio del cual se encuentra un pozo, y a los costados “queda espacio para abrir una sepultura de tres de ancho con ocho o nueve de largo”. ¿Nos suena de algo? Hemos llegado de vuelta al croquis de Francisco de Paula.

Esta ubicación tan caprichosa, ya parecía cuestionable en los propios informes de esos días 26 y 27 de enero, pues “siempre que ocurra cualquier siniestro que origine la precisión de utilizar las bombas y demás útiles que en él se conservan, para la extinción de incendios”, la situación podría resultar incomoda.

Con inusitada premura llegó a tiempo la deseada evaluación canoníca, una primera valoración eclesiástica del caso que no dejaba lugar a dudas. En ella se consideraba que Gumersindo “ha atentado violentamente a su propia vida, y dado fin a ella con voluntariedad, premeditación y conocimiento del delito que cometía, y sin que le haya conducido a él causa ni motivo alguno de los exceptuados por derecho, que pueda favorecer ni excusar el crimen cometido, se halla comprendido en los cánones y disposiciones de la Iglesia que prohíben y niegan a los suicidas la sepultura eclesiástica y el que por ellos se hagan conmemoraciones, así como el que sus cadáveres  sean sepultados con la cruz y las demás solemnidades y ceremonias establecidas en favor y sufragio de los fieles difuntos”. Por ello, se exige que al cadáver “no se le de sepultura eclesiástica en un lugar sagrado ni religioso, ni sea conducido a él que se le entierre con solemnidad o ceremonia de ninguna de las establecidas y acostumbradas”. Así, deja en manos de la Autoridad civil “el lugar y sitio, no siendo sagrado ni religioso, en que haya de ser enterrado el expresado cadáver”.

El destino del infausto Gumersindo parecía claro. Se solicita entonces desde la alcaldía la presencia en el retén de serenos de la ciudad (en esa época se ubicaba en el atrio de la iglesia de San Miguel) de dos parejas de guardias civiles la madrugada del día 28-29 de enero. El entierro tendrá lugar esa misma noche. Y según una breve nota, se terminaron las diligencias para la inhumación del cadáver a las dos y media de la madrugada, “habiéndose por lo tanto concluido completamente este asunto por lo que respecta a esta Alcaldía”.

Entre la documentación conservada, tenemos también numerosos datos sobre los gastos y la logística implicada en el proceso. Se encargó la adquisición de un lienzo blanco y otro obscuro, y una caja de madera de haya forrada de negro. En el acta con las diligencias se expone la colaboración de los sepultureros cuando el cuerpo aún se encontraba en el Depósito del Hospital, y el siguiente proceder: “la cabeza en un gran lienzo blanco y el resto del cuerpo en una bata o sayón de alpaca negra con la correspondiente capucha”. Además, antes de cerrar la caja con llave, describen sus vestimentas: gabán, pantalón, chaleco, corbata negra, camisola, etc. Puesto en hombros, lo llevaron hasta el patio del depósito de bombas (con nocturnidad y alevosía, custodiados por la Guardia Civil), y allí fue finalmente enterrado. Se dice además que se cerraron y sellaron la puerta y dos ventanas que daban acceso al depósito, configurando de este modo una improvisa cámara sepulcral en mitad de la ciudad.  Al día siguiente, el 30 de enero, se databa el dibujo del arquitecto municipal.

Todo este singular legajo contiene además numerosas facturas y pagos. Como ocurre siempre en estos casos, la muerte acarrea una singular burocracia que también nos ha legado el Archivo. Por ejemplo, la “cuenta de los sepultureros”:

Por el desgraciado haberlo conducido de casa de la Provincia a el Hospital: 4 pesetas.

Por haberlo llevado a dar sepultura de el Hospital a el sitio que Usía mano. Derechos que no se puede pedir más que lo que este marcado. Total 24 reales.

***

En ese patio de la calle Cercas Bajas reposaría Gumersindo durante años. Recordamos que la Autoridad Eclesiástica había señalado el periodo de cinco años, pero la espera fue mayor, y su redescubrimiento no se debió −me temo− al recuerdo de sus seres queridos o a la dignidad que merecía. Hasta 1880 no se reabrió el caso, fue fruto de la necesidad:

Contiguo al depósito de las cubas y efectos para la extinción de incendios, en las cercanías de la Fábrica de Gas, existe un patio, perteneciente al Municipio, que se halla inutilizado por haberse dispuesto de él para enterramiento del cadáver del malogrado D. Gumersindo de Aguirre, empleado de la Excma. Diputación. Por mandato del Sr. Alcalde de la época en que tuvo lugar su fallecimiento, y por no existir entonces en el Cementerio lugar asignado para el sepelio de los que morían fuera del seno de la Religión Católica, y a fin de que tuviera enterramiento bastante digno, se aprovechó dicho patio con este fin.

Pero como actualmente disponemos en la Necrópolis de un sitio especial para estos casos, y como quiera que, en dicho patio, hoy cerrado e incomunicado, existe un pozo que es de gran utilidad, para tener fácilmente llenas las cubas para los casos de incendios, el Procurador Sindico suplica a la Excma. Corporación de que forma parte:

1º Que se practiquen las diligencias necesarias para proceder a la exhumación del cadáver del citado Aguirre, trasladándolo al Cementerio general.

2º Que se destine dicho patio, colocando una bomba en el pozo, para servicio de las cubas, de la Sociedad de Seguros de esta ciudad.

Vitoria, 21 de enero de 1880.

La solución no se hizo esperar, y fue aceptada: “Toda vez que han trascurrido, con exceso, los cinco años prefijados por la legislación vigente; debiendo verificarse la traslación precisamente desde el punto en que en la actualidad se hallan los restos, al Cementerio especial destinado para el enterramiento de los que mueren fuera del gremio de la Religión Católica”. Y figura incluso el acta de la notaría que hace constar la exhumación y traslación de Gumersindo, firmada el 17 de febrero de 1880.

Ese día tuvieron que quitar las cubiertas de tabla que se habían instalado años atrás, cerradas con candado y lacradas incluso con el sello de la Alcaldía (todo ello apareció intacto). Al cavar, apareció la caja de madera algo deteriorada, restos de las botas y ropa, y huesos del cadáver, que fueron cuidadosamente depositados en una nueva caja de chopo y pino. Todo ello se trasladó “al Cementerio no católico de la ciudad, contiguo al de Santa Isabel, en el cual se hallaba abierta una fosa”.

Por apuntalar esta última frase, sabemos que hacía 1871-1872 dieron comienzo las gestiones para tomar “la parte del terreno contiguo [al cementerio] que se considere necesaria”, a fin de enterrar a quienes mueren perteneciendo a religión distinta de la católica. Esta apertura guarda seguramente relación con el momento que atravesaba el país. En 1869, tras la revolución ‘Gloriosa’, se había redactado una nueva constitución en la que, por vez primera, se reconocía que la libertad religiosa constituía uno de los derechos fundamentales de los españoles. Hasta entonces, ser español y católico resultaba inseparable.

En la documentación sobre este proceso de ampliación del cementerio de Santa Isabel de Vitoria, se especifica que ambas zonas deberán estar separadas por un muro o cerca, y que este recinto para quienes mueran fuera del gremio de la Iglesia, contará con un acceso especial, una puerta independiente por la que entraran los cadáveres y las personas que los acompañen. Por fortuna, tenemos incluso el diseño del mismo:

De fosa a fosa, Gumersindo encontraba trece años después de su fallecimiento el reposo merecido. Hemos revivido su caso, al menos documentalmente hablando [1]. Hoy resulta imposible fijar un punto para su recuerdo en el camposanto vitoriano, lógicamente esa zona especifica para quienes no pertenecen a la religión católica se ha desdibujado en el mapa. Es uno de tantos suicidas, un ejemplo singular para ensayar una aproximación a la historia de la muerte intencionada en nuestra provincia. Aunque lo cierto es que el suicidio, ahora y siempre, no es un campo fácil de estudio. Sus huellas se emborronan, se lo oculta o maquilla, se lo llama de otro modo. A pesar de esas dificultades, seguro que pronto volveremos a abordarlo con alguna nueva píldora de microhistoria alavesa.

[1] Hace algunos años la triste historia de Gumersindo Aguirre obtuvo el tercer premio en la categoría ‘Mejor historia documentada’ del certamen Cementerios de España (edición 2016), mostrando el potencial histórico-patrimonial del camposanto vitoriano. La suya es en verdad una microhistoria perfecta. Alguien que, al abrirse a sí mismo la tumba violentamente, emite un destello, que hoy recuperamos, con todo detalle, como vivo reflejo de una época.

Documentos empleados:

– A.M.V.G., sig. 43-15-1.

– A.H.P.A., Caja 131, nº 8.

– El Pabellón nacional (6-2-1867).

– La Correspondencia de España (27-01-1867).

Imagen de cabecera:

– «Cementerio de Santa Isabel en Vitoria», Gerardo López de Guereñu. Archivo del Territorio Histórico de Álava [Signatura: ES.01059.ATHA.GUE.CD.19611].

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