A comienzos del mes de julio, pudimos celebrar en Estíbaliz una “Jornada Felina” en apoyo al trabajo que realizan las compañeras de la protectora de gat@s Esperanza Felina, cuya labor y esfuerzo admiramos. Esa mañana, entre las diversas actividades culturales programadas, disfrutamos con la dramatización del cuento de Edgar Allan Poe “El gato negro”, de la mano del actor Juanjo Monago. A pesar de haberlo leído en diversas ocasiones, y de recordar alguno de los pasajes más célebres de este magistral relato, la actuación me hizo rememorar lo cruda que resulta esta historia del gran maestro del cuento gótico de terror.
Para quienes no lo hayan leído, Poe narra en primera persona la historia de un personaje condenado a muerte tras haberse visto arrastrado por el alcohol a una espiral de violencia, que tiene por primera víctima a un hermoso gato negro llamado Plutón. Este felino, al que el protagonista primeramente cercena un ojo, “arrancándoselo entero”, será posteriormente ahorcado en un árbol, narrándose ambas escenas con tremenda visceralidad. Ese gato, asesinado en un arrebato de demencia, se aparecerá de nuevo, revivido como personificación de la culpa, y decidido a hundir definitivamente la salud mental del hombre.
Al escuchar esa mañana en Estíbaliz el final de esta historia, en la que el gato emite un acusatorio “chillido largo, agudo y continuo, un grito quejumbroso, mitad de horror, mitad de triunfo”, me vino a la mente otro relato, infinitamente menos conocido, una autentica rareza de un escritor estrechamente vinculado con la ciudad de Vitoria-Gasteiz.
Portada de «Casi Novelas» (1898) Portadilla del libro «Casi Novelas» (1898)
En 1898 veía la luz en la imprenta de los Hijos de Iturbe de la capital alavesa el libro “Casi Novelas”, escritor por Alfredo Tabar Ripa. Se trata de una compilación de relatos escritos por este personaje nacido en Tauste (Zaragoza), pero avecindado prontamente en Vitoria, donde echaría raíces y permanecería el resto de sus días. Su archivo personal se conserva en la Fundación Sancho el Sabio, y gracias a ello podemos conocer la inmensa cantidad de cargos que ocupó a lo largo de su vida profesional al servicio de la ciudad: secretario de Instrucción Pública, abogado y jefe de la sección administrativa de Primera Enseñanza de la Provincia, delegado de la Sociedad de Autores de España, vocal de la Junta de consultativa e inspector de espectáculos públicos e incluso profesor de la Universidad de Vizcaya. Y, además, la cantidad de textos inéditos conservados, escritos tanto a maquina como a mano, nos revelan su interés por las letras y su especial predilección por el formato corto, siendo estas “Casi Novelas” una buena muestra de su quehacer. La mayor parte de sus relatos son historias de vida, retratos humanos marcados en ocasiones por algún giro ingenioso o por la mayor de las desgracias, pues son abundantes las desdichas que padecen sus protagonistas. Entre ellos figura “El Gato”, un relato escrito el 10 de agosto de 1892 en San Sebastián, y cuyo desarrolló y desenlace ha quedado grabado en mi retina desde la primera vez que lo leí.
He decidido transcribirlo íntegramente, para dar a conocer esta pequeña joyita, una historia tristísima y costumbrista convertida de pronto en pesadilla, con otro final absolutamente demoledor −al igual que en el caso de Poe−, al escuchar ese maullido agudo como la nota de un violín. Al igual que en el caso de Poe, la historia está atravesada por la venganza y el dolor, y en apenas un puñado de páginas consigue encogernos el corazón. Quizás en otra ocasión volvamos sobre los escritos de Tabar Ripa… por el momento, sirva «El Gato» como puerta de acceso a la obra de este olvidadísimo intelectual, a caballo entre dos siglos.
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Murió al anochecer, evaporándose el alma de aquel angelillo de seis meses, en alas del último resplandor de la tarde.
El padre y la madre, con el corazón destrozado por la pérdida de su hijo, procedieron a vestirlo el último traje. Primeramente, lavaron su cuerpecillo demacrado con agua perfumada y una esponja muy fina “para no hacerle daño…” como si aún tuviesen la esperanza de que resucitase. Después peinaron sus cabellos rubios, pegados a la frente. Enseguida le pusieron un vestido de seda blanco, muy escotado y sin mangas. Estaba sin estrenar; habían creído que lo luciría en los paseos, agitando sus brazos regordetes…¡y le servía de mortaja! Calcetines blancos dejaban al descubierto parte de la pierna; y en los pies, le calzaron zapatitos también blancos con hebilla de plata.
Cuando concluyeron el fúnebre tocado, los dos padres se miraron un instante en silencio; sus gargantas se hincharon para dar paso a un sollozo desgarrador y cayeron uno en brazos de otro, por encima de la cuna del niño, formando como un arco de dolor, sobre su cabecita pálida.
Así estuvieron largo rato, oprimiéndose convulsivamente y ofreciéndose un mutuo regazo para su aflicción. Luego sacaron al niño de la cuna y le colocaron en una cama, mientras cambiaban la ropa de su pequeño lecho que parecía un nido vacío. Después volvieron a trasladarlo a él.
A la cabeza y a los pies, colocaron dos veladorcitos negros con incrustaciones de nácar, y, en cada uno, un jarrón de cristal azul con esmaltes negros, lleno de flores. Del centro de las corolas, brotaba una vela blanca encendida.
Así dispuesto, semejaba el niño muerto una estatua yacente. El rostro, con los ojos entornados, la nariz afilada y los labios ligeramente azulados; el cuello un poco doblado, como el de un pájaro dormido; los brazos desnudos, con las manos enlazadas, como para rezar; las piernas rígidas. Todo lo que era de carne, parecía mármol amarillento, cruzado por las finas vetas azules de las venas; lo demás, era una ola de encajes, de puntillas y de seda, que resplandecía a la luz de las velas.
Los dos padres, huérfanos de su hijo, le velaron a ambos lados de la cuna durante muchas horas, sin pensar en nada, con los ojos enrojecidos fijos en él. Al fin, el padre se retiró a dormir un rato vestido. Estaba extenuado: durante la enfermedad del niño ni había comido ni cerrado los ojos.
La madre quedó sola junto al cadáver. Ella no sentía cansancio, ni debilidad, ni dolor. Cuando su hijo cesó de vivir y el medico dijo: “ha muerto”, sintió como si le arrancaran de cuajo el corazón. Entonces experimentó angustias inexplicables: después nada.
Ahora no sufría; al menos, el exceso de su dolor le daba cierta insensibilidad, que ella confundía con el embotamiento. Lo que no se embotaba en ella, era la idea de protesta, de una protesta desesperada contra Dios que roba los hijos a las madres. En aquel momento le aborrecía. Si pudiera, lo hubiera alanceado como Longinos.
A ratos, sus ideas se oscurecían, se fundían con el metal en el horno; pero luego renacían, tornaban a adquirir forma y su mente volvía a formular la idea de protesta.
Lo que le hacía sentir más la muerte del niño rubio, era que no tenía otro. Había sido aquel el primer fruto de su matrimonio. Antes de nacer, soñó con él muchas veces. Al darlo a luz, tuvo la mayor alegría de su vida.
Durante cinco meses, fue una serie de sensaciones deliciosas lo que experimentó; una felicidad expansiva, charladora, preñada de risas, de besos resonantes. Después vino la enfermedad, el ‘crup’ infame que ciñó a su hijo un dogal al cuello, hasta ahogarlo.
Toda esta felicidad se la había arrebatado Dios. ¡Dios!, pensaba, y su boca se contraía con un conato de sonrisa amarga, irónica hasta el sarcasmo y blasfema hasta la desesperación.
De tiempo en tiempo, llegaba a ella la voz del sereno que cantaba la hora. Era el único ruido que turbaba el silencio en torno suyo. Una ráfaga de viento, quizá un suspiro que se escapó de su pecho, hizo caer una gota de cera sobre la faz del cadáver. La madre, que no apartaba de él los ojos, acudió solicita a quitársela.
Acercó su rostro al de su hijo, abarcándolo con una mirada profunda, desesperada. Fue a darle un beso, pero vaciló: sabía que besar rostros sin vida produce un frío que penetra hasta los tuétanos. A pesar de esto, acercó sus labios a los del niño, uniéndolos estrechamente.
Al levantar la cabeza, el dolor algún tanto amortiguado en ella, volvió a revivir con más fuerza. Entonces le asaltó la idea de meterse en el féretro que había de guardar a su hijo, y abrazada a él, para infiltrarle calor, ser enterrada al día siguiente.

Se aferró a esta quimera con tenacidad insensata y, para saborear mejor la voluptuosidad suprema del dolor, entornó los ojos. Al poco rato quedó como adormecida.
Le despertó de su modorra un ruido perceptible que sonaba muy cerca de ella: chasquido de dientes y mover de mandíbulas de alguien que comiera en la habitación.
Abrió los ojos, y se quedó en la silla, donde estaba sentada, rígida, sin voz en la garganta, sin poder moverse. Tal era el horror que se había apoderado de ella, viendo al gato, un gato atigrado, meloso y lucio, devorando el rostro del niño muerto.
Mientras la madre soñaba morir con su hijo, el gato le había comido parte de la nariz. Estaba echado sobre el pecho de aquél, como un tigre: con las patas delanteras le sujetaba la cabeza, y tranquilo, sin intimidarle la presencia de su dueña a un paso de él, saboreaba su presa con la fruición del más refinado gastrónomo. Le relucían los ojos de satisfacción.
Durante la enfermedad del niño ninguno pensó en comer en la casa, ni se acordaron del gato: el animal estaba hambriento y esto le impulsó a saciar su apetito en el cadáver. El olor a carne muerta le había atraído.
La madre, con los ojos más brillantes aún que los del gato, se levantó de su asiento. Se movía sin hacer ruido, con la respiración cortada, ágil como un reptil. Dio un rodeo para colocarse a los pies de la cuna y extendió las manos, por detrás del animal, con precaución infinita para no chocar contra ningún obstáculo. Cuando las tuvo encima del felino, con un movimiento rápido, las ciñó como un dogal en torno de su cuello.
El gato, al sentirse interrumpido de tan brusca manera en su festín, se hizo una pelota y clavó las uñas en las manos que le sujetaban. Brotaron varios hilos de sangre, pero la madre ni los sintió siquiera.
Permaneció un instante con el animal suspendido del cuello, reflexionando el suplicio que le impondría. Jamás miró a ratón alguno aquel gato, como su dueño le miraba a él.
Salió de la habitación sin soltar al prisionero. El animal, medio ahogado por aquellas dos tenazas de carne que le oprimían, respiraba con angustia y desgarraba las manos de su carcelera. Esta atravesó varias habitaciones sin detenerse: sus ojos y los del gato parecían cuatro chispas de fuego.
Llegó al ‘excusado’, alzó la tapa con los dientes y metiendo por el conducto su presa cuan adentro pudo, lo dejó caer, después de hundirle por última vez las uñas en el cuello.
El animal cayó por el interior del tubo, haciendo un ruido especial al arañar las paredes con las uñas. La madre respiró con satisfacción y poniendo de nuevo la tapa, volvióse, con el aspecto de una Medea implacable, a velar a su hijo.
Seis días estuvo maullando el gato en el albañal. Dia y noche subía por el tubo de hierro un maullido quejumbroso, desgarrador, que imploraba clemencia. El padre del niño profanado por él, quiso sacarlo de allí o a lo menos matarlo de un tiro: su esposa se opuso.
Finalmente, el día séptimo, a la misma hora en que había cometido el crimen, terminó la venganza de la madre, cuando se extinguió el último maullido del gato, como la nota aguda de un violín.
Documentos empleados:
– Tabar Ripa, Alfredo. «Casi Novelas», Vitoria-Gasteiz: imprenta de los Hijos de Iturbe, 1898.
–Chao, Eduardo. «Un Siglo de «Casi novelas» : Alfredo Tabar Ripa, un vitoriano tan prolífico en piezas literarias como en empleos al servicio de la ciudad», en revista Celedón, nº 81 (1999), p. 76-77.
Imagen de cabecera:
– «Retrato de una joven», Archivo del Territorio Histórico de Álava [Signatura: ATHA-DAF-BAR-NV-009-040].