A finales de 2021 tuve oportunidad de publicar el libro “Historias increíbles”, una antología de relatos mediante la cual dar a conocer uno de los secretos mejor guardados dentro de la ingente producción escrita de Ricardo Becerro de Bengoa (1845-1902): sus cuentos o textos breves, caracterizados por una enorme inventiva.
En este caso, los relatos y textos escogidos habían aparecido publicados dispersamente en algunas de las revistas más destacadas de la época: Revista contemporánea, Almanaque de la Ilustración, Euskal-Erria o La España moderna. Pero la selección dejó fuera otros muchos materiales, que se alejaban del propósito del libro: primar aquellos cuentos o relatos más directamente vinculados con el territorio alavés. Y tampoco tuve en cuenta ciertos proyectos literarios o periodísticos emprendidos por Becerro de Bengoa a lo largo de su meteórica trayectoria, por lo que aún es posible seguir indagando y divulgando muchos otros escritos interesantes.
En esta entrada vamos a rescatar un texto breve publicado en uno de sus emprendimientos más tempranos: el periódico ilustrado El Mentirón. Desde mayo de 1868 a abril de 1869, Becerro de Bengoa dirigió su propio semanario, siendo el artífice, con tan solo 24 años de edad, de los textos y dibujos aparecidos en todos los números. Esta empresa, un capricho de juventud, se promocionaba como “el periódico ilustrado más barato del mundo”, y prometía hacer llegar cada domingo a los hogares vitorianos una selección de artículos alegres y chispeantes sobre costumbres alavesas. A día de hoy, El Mentirón supone una interesante fuente de información sobre la sociedad vitoriana de su tiempo, sobre el humor de la época, los debates e intereses latentes, los avances vividos en la provincia o la convulsa coyuntura política del momento.
***
En el número del 28 de junio de 1868, Becerro de Bengoa incluyó una muestra de filosofía popular vitoriana, narrando la historia del zapatero Farraca. La transcribo a continuación, para comentar después algunos detalles curiosos acerca de la misma:
Durante muchos años existió en Vitoria un zapatero que ponía su fábrica portátil en uno de los huecos de la parte alta del Mentirón. Y en la casa sobre la cual apoyaba su tenderete, vivía un hombre muy rico que bebía el mejor supurado de la Rioja y dormía entre sabanas de Holanda.
El pobre zapatero se llamaba Farraca. Era imposible conocer un hombre más alegre.
Con los colosales remiendos que metía a los botines sacaba para llenar su pucherito y algo le sobraba todavía para apurar en la taberna algunos sorbos y comprar después treinta y seis cigarros por dos cuartos. Él ya sabía positivamente que no eran habanos, pero tenía la convicción de que tampoco lo eran los que con ese nombre se vendían.
Los aldeanos tenían en Farraca una verdadera providencia. Tacones que él echaba a unos botines zuyanos ya podían subir diez veces al Gorbea y andar todo un año pisando morrillo, que ni siquiera se torcían al N.O. media milésima de milímetro.
Es verdad que los clavos con que adornaba las suelas aumentaban un sesenta por ciento los gastos del presupuesto de recomposición de carreteras. Y se pensó en hacer que los aldeanos pagasen cadena. Y no se aprobó. Y Farraca continuó metiendo hierro en la aldea.
El humor del zapatero era una de las maravillas que entonces se conocían en Vitoria. Nunca dejaba moza, casada, ni vieja que pasara por delante de su “taller” sin llenarla de piropos y ocurrencias.
−¡Vete don Dios salero! −decía a una moza rolliza a la cual adoraban todos los cabos y sargentos de la población−; ¿Cuántas guardias vas relevando esta mañana?
−¿A usted que le importa, feo?
−Escucha que te cante una copla−; y al compas del martillo que ablandaba la suela, entonaba aquello de “La sartén le dijo al cazo…”.
−Tú chata −decía a otra−, sabes que no te has lavado esta mañana ni te has peinado y ¡vas hecha un hermoso escobillón!
−A usted qué le importa.
−¡Pues no se me ha de importar! ¿No sabes que te quiero mucho?
−¡Valiente regalo!
Fumaba después una colilla y espetaba la siguiente alocución a la primera que pasaba.
−¡Ola, Eustaquia, princesa morrocotuda! ¿Cuántos ochavos le has sisado hoy a tu ama?
−Calle usted, Farraca; que es más cargante que las campanas de San Antonio.
Y después volvía a martillar, y daba puntadas colosales y cantaba y no dejaba en paz a ningún bicho viviente. El rico de la Plaza Nueva a quien despertaban todas las mañanas las voces de Farraca, tenía al pobre zapatero una envidia colosal.
¿Cómo era posible que aquel infeliz jornalero estuviese en medio de su pobreza tan alegre; y él que recibía el trigo por carretadas y las letras por paquetes no pudiese quitar de encima el continuo fastidio que le desesperaba y le entristecía?
Farraca y el rico eran los polos opuestos en todo. El uno pobre, trabajador, alegre y feliz; el otro poderoso, descansado, triste y aburrido. Así es que Farraca era la pesadilla del rico; y el zapatero en cambio no tenía ninguna pesadilla.
Una mañana el rico hizo llamar a Farraca.
−¡Que buen humor tienes siempre!− le dijo.
−Ya ve usted los pobres, eso es lo único que podemos tener de balde y de sobra.
−¿Eres feliz?
−Sí señor.
−¿Completamente feliz?
Farraca empezó a rascarse una oreja y entreviendo que su respuesta podía serle provechosa contestó:
−Casi, casi.
−¿Pues cuál es ese casi que te falta?
−Comida y un traguete no me faltan, buen humor tampoco, pero algunas veces me da bastante que pensar el andar algo escasillo para comprar material.
El rico tiró de un cajón que había cerca de donde estaban y sacando cuatro mil reales se los entregó al zapatero diciéndole:
−Para que seas completamente feliz.
Farraca marchó más contento que si le hubieran nombrado cabo de Puertas. Y a la mañana siguiente no cantó, ni echó requiebros a las chicas. Y al día siguiente tampoco.
−¿Qué tendrá Farraca?− decía la gente; −parece que le han tapado la boca con un parche de pez−.
−¡Qué es eso, Farraca! ¿No hay humor?− le decían los que le veían.
Y el zapatero callaba. El rico se extrañó de que las alegrías de su amigo no le despertaran; echándose a discurrir la causa del extraño cambio que notaba en él. Como pasaban los días y Farraca estaba cada vez más cabizbajo, determinó llamarle, pero antes de que lo hiciera vio entrar al zapatero en la habitación.
−Pero, hombre, ¿qué te pasa? ¿A dónde ha ido a parar tu buen humor?
−Eso digo yo, señor −contestó el zapatero−; eso digo yo. Desde que tengo en mi poder los cuatro mil reales ni duermo en paz, ni como con sosiego, ni ceso de cavilar que he de hacer con ellos, ni de pensar si me los robaran y por consiguiente ni canto, ni me divierto un momento. Tómelos usted y guárdeselos para sí, que con tanto dinero no veo yo la manera de ser feliz.
−Pero, ¡Farraca!
−Nada, nada; agradeciéndole mucho su deseo, se lo devuelvo y corro a mi tienda más libre que si se me hubiera quitado de encima cuatro mil arrobas.
Y por más ruegos que hizo el rico, Farraca no recibió nada y se volvió a su taller. Desde entonces cantó como un jilguero y vivió con el producto de sus remiendos completamente feliz. El rico, dicen, que quemó todos los libros de filosofía que tenía en su biblioteca y estuvo pensando en Farraca hasta que se murió.
En primer lugar, la historia resulta simpática por presentarnos uno de esos tipos populares que, a pie de calle, resultarían conocidos para todo el vecindario. Es difícil precisar si se trata de una anécdota verídica, o de un “sucedido” debidamente ficcionado por Becerro de Bengoa. En todo caso, quizás no sea casual la elección del zapatero cuyo humor “era una de las maravillas que entonces se conocían en Vitoria”, pues ya en una entrada anterior habíamos apuntado como este gremio era en aquel entonces el garante del “mantenimiento y acrecentamiento de los rasgos típicos de Vitoria, de sus travesuras, de sus ocurrencias, de sus juergas y cuchipandas”.
En la primera mitad del relato, resulta llamativo que todas sus chanzas vayan dirigidas exclusivamente a las mozas. Y me gustó constatar que las muchachas no dudan en responderle con soltura, rebatiendo sus “piropos” y demostrando cierto grado de confianza con el personaje. Precisamente, contamos con una descripción de la plaza vieja, muy cerca de la “la parte alta del Mentirón” donde se ubicaba Farraca, por parte del escritor inglés Frederick Hardman, quien en 1835 describió así el trajín mañanero en esa zona de la ciudad:
La fuente que hay en un extremo de la plaza, a pocas yardas de la Principal o cuartel de la guardia, es punto de cita matinal de innumerables criadas o muchachas de servicio y otras mujeres de clase baja que, después de llenar sus vasijas de madera o barro, se permiten unos pocos minutos de tertulia y cotilleo en torno al borde de piedra de la fuente. Allí es posible estudiar las maneras y atuendos de las clases bajas de la provincia: los aldeanos de las provincias vecinas que van a Vitoria con sus mulas cargadas de leña y carbón vegetal, se sitúan junto a la fuente e intentan hacer alarde de galantería, piropeando a las pechugonas aguadoras, cuyas faldas brillantes, amarillas o carmesí, tobillos bien torneados, corpiños prietos y abundante pelo negro, abrillantado con algún ungüento, constituyen a los ojos de los carboneros y leñeros el colmo de la belleza. Algunos soldados de paseo, arrieros de paso, artesanos que corren a su trabajo, todo tipo de gente baja concurre allí para decir algo bonito a las mozas, las cuales, después de recibir su ración de cumplidos y admiración, se alejan a pasitos cortos con sus vasijas llenas de agua fresca en equilibrio sobre la cabeza, dejando el sitio a otras que tal.
Hardman también alude a las mozas y a los cumplidos invasivos de propios y extraños. Todo parece indicar que en los escasos espacios de socialización cotidiana con los que contaban las mujeres vitorianas del XIX, los hombres no cesaban de incordiar con su “galantería”. Pero las respuestas afiladas de las chicas ofrecen también una visión algo más completa del ambiente.

Por lo demás, es interesante el contraste entre el ricachón “que bebía el mejor supurado de la Rioja y dormía entre sabanas de Holanda” (algo comprensible en la década de 1860, cuando la llegada de enólogos franceses dio un impulso determinante a los caldos alaveses) y el pobre zapatero cuya felicidad es mayor en la adversidad. Una sencilla microhistoria que releemos con gusto más de 150 años después de su publicación.
***
Desde el 24 de mayo, y hasta el 25 de septiembre, puede visitarse en el patio del Palacio de Bendaña de Vitoria-Gasteiz (sede del Museo Bibat. Museo de Arqueología de Álava– Fournier de Naipes), la muestra “El Mentirón. Hojas para un álbum vitoriano del siglo XIX”, en la que se de a conocer esta faceta de Ricardo Becerro de Bengoa como dibujante satírico al frente de su propio periódico.
Documentos empleados:
– El Mentirón, nº del 28 de junio de 1868.
– Hardman, Frederick, La Guerra carlista vista por un inglés (Taurus, 1967).