Fuego y destrucción en Guevara…

El siglo XIX, con las sucesivas contiendas que asolaron nuestro territorio, resultó devastador para el patrimonio, y fueron muchos los municipios o monumentos que quedaron en una situación muy comprometida, constatándose en algunos casos su total ruina. En esta ocasión, vamos a centrarnos en el conjunto monumental de Guevara, un auténtico hito histórico y paisajístico para Álava, cuna de uno de los linajes más emblemáticos del territorio, y cuya dimensión de símbolo inexpugnable durante la Primera Guerra Carlista lo sentenció prácticamente a muerte, una vez terminado el conflicto.

La voladura del castillo de Guevara el 30 de noviembre de 1839 es quizás el episodio más conocido de toda esta historia, pero es imposible comprender ese triste final sin atender al resto de momentos clave que se vivieron durante los años precedentes en esta localidad de la Llanada alavesa.

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Es difícil precisarlo, pero parece que durante los primeros compases del siglo XIX el castillo de Guevara quedó en una situación de abandono, y parte de su estructura se encontraba habitada por una “humilde familia de labriegos”.

Con el estallido de la Primera Guerra Carlista, ambos bandos anduvieron por la zona, inspeccionando las maniobras militares, pero no se asentaron en él. En septiembre de 1835 el castillo llegó a ser tomado por las tropas liberales de Fernández de Córdova, para perderlo pocas horas después. Y fue el 13 de diciembre cuando el general carlista Bruno de Villareal subió al derruido castillo para observar a las tropas enemigas y comprendió lo útil de su ubicación: “los únicos seis duros que llevaba en el bolsillo los invirtió en aguardiente que repartió entre un batallón, y cada soldado subió con su fusil y una piedra al hombro”. A partir de entonces, fijó en el castillo su estado mayor, nombró a un gobernador (Miguel Angulo) y promovió durante los próximos meses su reconstrucción, ampliando sus defensas y barricadas con piedra procedente −entre otros puntos− de Agurain/Salvatierra.

En enero de 1836, durante el transcurso de la Batalla de Arlaban, el castillo volvió a estar entre los objetivos de Córdova, acompañado en esta ocasión de las tropas de la Legión Auxiliar Británica al mando del general Evans. Estas operaciones militares fueron un completo fracaso, por culpa en parte de la espesísima niebla de aquellos duros días de invierno, que actuó como un inesperado agente de paz:

La niebla se ha declarado por la humanidad en estos días pasados: ha contenido la efusión de sangre: se ha constituido mediadora de la paz, y ha hecho indispensable un armisticio: será breve, pero al fin algo se la debe en la carrera de la mortalidad, que las pasiones de los hombres quieren abrir bajo de sus pies […] se esparció y ha reinado estos días una niebla tan funesta y espesa, que apenas hay memoria de haberse visto igual en el país. A medio del día apenas alcanzaba la vista á tiro de pistola. [Descripción del temporal vivido en la llanada alavesa tras la Batalla de Arlabán, ‘Boletín oficial de la provincia de Santander‘ (29-01-1836)]

Durante los años sucesivos, todo el conjunto de Guevara permanecerá en manos carlistas. Allí colocaron sus cañones, hicieron acopio de trigo e incluso, ante posibles discrepancias o voces críticas en el propio bando, fue utilizado como prisión (como en el caso del general carlista Juan Manuel Balmaseda).

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En el año 1838, Guevara vivirá su primera jornada negra, un episodio que antecede a la voladura definitiva del castillo y que merece ser narrado con cierto detenimiento. A partir de aquí, el protagonista principal de esta historia será el general Martín Zurbano −popularmente apodado como Martín Varea−, responsable de la expedición que a las ocho de la noche del día 19 de septiembre partió desde Vitoria hacia Guevara. A su llegada a la localidad, según narra Eduardo Chao en sus memorias, fueron recibidos “con un vivísimo fuego de fusilería, disparándole además treinta y seis cañonazos de metralla a quemarropa”.

El objetivo de la intervención era claro: “ocupar o destruir fábricas, almacenes y depósitos de consideración con inclusión de oficiales o empleados encargados de su custodia”. Y la defensa que recibió el ejercito liberal fue tan obstinada, arrojándoles un “sinnúmero de granadas de mano” mientras avanzaban calle por calle, que Zurbano no dudo al determinar que “toda casa o establecimiento donde se hiciese fuego fuese incendiada”, reduciendo prácticamente a cenizas todo el pueblo, “siempre rebelde” y “foco de todos los planes carlistas”.

Esta polémica acción volvía a colocar a Zurbano en el ojo del huracán, tras diversos episodios en los que su aguerrida lucha en favor de la Reina había dado como resultado diversos abusos y excesos. Basta enumerar algunos de los momentos más delicados de su trayectoria bélica, para constatar su nefasto papel en la destrucción patrimonial padecida en Álava: quema de varias viviendas en Santa Cruz de Campezo y de la ermita de Ibernalo; quema de un palacio que los carlistas buscaban fortificar en Salinillas de Buradón; quema del Santuario de Nuestra Señora de Codés, quema del convento de Pierola; quema de las mieses y cosechas de Aranguiz, Mendiguren, Apodaca, Letona, Ciriano, Miñano, Betolaza, Luco, Amarita, Mendivi, Arroyabe o Durana; quema del molino de Escaramendi; quema, junto a Espartero, de buena parte de Peñacerrada, etc.

Atendiendo a este historial, no resulta sorprendente que el día 30 de septiembre de 1838, El Correo Nacional publicase un “Comunicado” firmado de forma anónima por ‘Un Alavés’, en el que se tachaba a Martín Varea de incendiario, lanzándole además diversas críticas, pues de seguir comportándose de este modo “la provincia iba a desaparecer”. El escrito alcanzó cierto eco, por lo que Zurbano no dudó en responderle con total franqueza, tratando de defender sus acciones. De este modo, podemos ver punto por punto, algunos de los elementos debatidos.

El Correo Nacional, 30-9-1838

En primer lugar, este misterioso alavés señalaba que en el ataque habían ardido mayormente casas de propietarios “que defienden la causa de la nación”, argumentando así que los más perjudicados habían sido liberales. Zurbano no titubea: “poco liberales serán los tales propietarios que tanto chillan porque pierdan una casa, y verán al mismo tiempo con indiferencia y sangre fría, tal vez el que se pierda la hermosa causa de la inocente Isabel”. Ante el fuego cruzado, el capitán sostiene la imposibilidad de detenerse a evaluar “si la casa o el pueblo pertenecían al ciudadano A o al faccioso B”. Lógicamente, si tuviera que haber respetado las viviendas propiedad de liberales, los carlistas lo habrían tenido fácil: bastaba con colocar sus fábricas, almacenes o depósitos en edificios de patriotas, para sentirse tan seguros “como si los tuviesen en Salzburgo”.

El comunicado de prensa afirmaba también que la acción de Guevara había generado la “desaprobación casi general” en Vitoria, insinuando que Zurbano contaba con carta franca “para hacer lo que quiera”, funcionando ya casi como un verso suelto al que nadie ponía freno. Su respuesta fue igualmente contundente: si la generalidad de la población había reprobado su labor, ¿no serían acaso afectos a Don Carlos? Justificaba también que episodios parecidos se habían vivido en Peñacerrada, donde Espartero, “el valiente por excelencia”, tampoco pudo evaluar si las casas destruidas eran de liberales. Además, en Guevara pudo tomar ocho prisioneros de guerra. Pocos, ya que muchos hombres “consintieron en ser victimas del furor de las llamas antes que entregarse”, pero igualmente significativos, pues pudieron canjearse por jefes y oficiales del ejército liberal.

Por último, ‘Un Alavés’ lanzaba una denuncia más acerca de los modos y la ejemplaridad de las tropas al servicio de Zurbano:

El día de la expedición de Guevara muchos soldados del batallón de Zurbano venían cargados de sabanas y otros efectos, y aun se ha dicho por publico que han andado vendiendo las alhajas de la iglesia, contándose entre ellas un hermoso cáliz regalado a aquel cabildo por un tal Junguitu, americano, y cuyo nombre y apellido estaba grabado en el mismo: todo esto no conduce a otra cosa sino a desacreditar la hermosa causa de Isabel, y el incendio de la iglesia dará motivo, o al menos pretexto, a los facciosos para decir lo que tantas veces dicen sobre nuestra intención de quitar la religión.

En este sentido, el general liberal tampoco se amedrentó: el saqueo está concedido por el derecho de la guerra, y no necesita más contestación. Asegurando igualmente que cuando alguno de sus soldados se ha excedido, todo el mundo sabe que no ha dudado en castigarlo rigurosamente: no hace mucho “a un buen soldado de mi caballería le hice fusilar por haber robado veinte y cuatro reales a un cura de una aldea”. Parece incluso que le alegra que el comunicado crítico mencione la quema de la iglesia de Guevara, pues extrañamente “el parte dado por los facciosos” tras el encontronazo no mencionaba este hecho. Por lo demás, Zurbano asegura que el parte del Boletín carlista es exacto, excepto al afirmar que varias mujeres fueron heridas a bayoneta, “lo cual es falsísimo y fácil de desmentirse con pruebas en regla”.

Respecto al fuego en la iglesia, esto explicaría la creación en el siglo XIX de un nuevo retablo «decoroso», en el que vemos integradas a día de hoy varias tallas anacrónicas (un San Antonio Abad, un San Francisco de Asís y el cristo del Calvario, todas ellas del siglo XVII), puesto que el retablo anterior (cuya ejecución entre 1690 y 1693 se conoce) habría sido quizás pasto de las llamas.

Indudablemente, este aldabonazo de septiembre de 1838 dejaría a Guevara trastocada. Y quizás en la mente de Zurbano la misión quedase incompleta, al no haberse podido consumar la destrucción total de los dos elementos más destacados del conjunto: el castillo y la torre palacio.

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Así, llegamos al año 1839, y en agosto se produce el famoso abrazo de Vergara, una firma de paz entre ambos bandos que no convenció al pretendiente ni a sus más fervientes seguidores, quienes partieron inmediatamente hacia el exilio. En ese momento, Guevara vivió una autentica anomalía histórica. Cuando ya la guerra estaba perdida, los carlistas acuartelados en el castillo resistieron aún, a pesar de haberse sellado el convenio, y fueron los últimos en bajar las armas. “El 25 de septiembre de 1839 capituló el castillo”, las tropas liberales irrumpieron en él y dieron comienzo de inmediato los planes de demolición.

En este sentido, he tenido oportunidad de consultar un expediente conservado en el Archivo del Territorio Histórico de Álava que lleva por título: “sobre la demolición del castillo de Guevara determinada por el Gobierno de S. M. y medios que deben adaptarse para verificarla con la posible brevedad”. Puede comprobarse como desde el 11 de octubre las autoridades alavesas comenzaron a coordinar la voladura, calculando el número de ingenieros y artilleros que harían falta, o los operarios y carretas que deberían solicitarse en los pueblos de las hermandades situadas cerca de Guevara. A la semana siguiente amplían la búsqueda, y necesitarán también canteros con sus herramientas, peones de cantero y carpinteros.

Gracias a este expediente, podemos ver que la demanda llegaba desde altas instancias, pues se menciona una Real Orden del 23 de octubre en la que se manda “inmediatamente se demuela el castillo”. Ya hacia finales de mes, una comisión de alcaldes de la zona indicó los operarios disponibles, se fijaron los jornales y el día y hora precisos. Se subrayaba incluso que quienes hubieran sufrido robos de piedra durante los años de la guerra, podrían recuperarla ahora (mencionándose el caso de Agurain/Salvatierra, donde se sabe que sus murallas quedaron seriamente dañadas).

Finalmente, el 30 de noviembre de 1839 se ejecutó la sentencia definitiva sobre el castillo. Fue a las dos de la tarde, “previo aviso a todos los habitantes del valle para que se retirasen, con objeto de evitar desgracias personales”. La prensa recogió el momento, lamentando el espectáculo de destrucción de un monumento que, habiendo superado el paso de lo siglos, no lograba sobrevivir a nuestro tiempo. A continuación, puede leerse la nota de prensa completa, cuyo texto no tiene desperdicio, al imaginarnos a los vecinos de la capital alavesa pendientes de Guevara en el horizonte, y viendo cómo, “en un abrir y cerrar de ojos”, desaparecía.

El Correo Nacional, 03-12-1839

Todo apunta a que ese mismo día, tras destruir el castillo, se procedió también a la quema y destrozo de la torre palacio ubicada en las faldas de la peña. Este imponente conjunto, fechable seguramente en su mayoría en el siglo XIV, cuya planta original tendría torreones en todos sus ángulos, fue entonces pasto de las llamas. Medio siglo después, el ilustre Ricardo Becerro de Bengoa visitó Guevara (castillo y palacio) en una de sus numerosas excursiones patrimoniales por la provincia. Por fortuna, nos legó un dibujo del conjunto, y del escudo que, aquel año de 1888, todavía persistía sobre el acceso principal al recinto. En su diario, anotaría además el estado ruinoso del monumento:

En diferentes puntos, ostenta el escudo de la casa: las tres bandas diagonales cargadas de armiños en campo de oro. En el interior reinan el olvido y el silencio. Dejó el fuego terribles huellas de su paso, y hoy mismo se recoge entre los escombros el trigo calcinado, resto de las grandes residencias que aquí había cuando Martín Varea lo quemó en la primera Guerra Civil.

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Quizás en otra ocasión abordemos otros funestos episodios bélicos de consecuencias irrevocables para el patrimonio. Por hoy hemos alumbrado al menos el porqué del ruinoso aspecto que presentan las memorables ruinas de Guevara. Ahora que tenemos frescas las imágenes de destrucción total de ciudades y pueblos en Ucrania, sirva esta entrada como recordatorio de parecidos desmanes vividos en Álava.

Documentos empleados:

– González Gato, Aitor. «La destrucción del castillo de Guevara y su estado actual», en Castillos de España: publicación de la Asociación Española de Amigos de los Castillos, Nº 140, 2005, págs. 43-49.

–Chao, Eduardo. «Historia de la vida militar y política de Martín Zurbano» (1846).

– A.T.H.A. DH-116-3.

El Correo nacional (30-9-1838), (03-12-1839).

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