En septiembre de 1783 la delegación alavesa de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País celebraba su junta general en Vitoria. Ese año, entre las distintas ponencias y memorias presentadas, encontramos la intervención del cirujano de la ciudad Manuel del Prin, que compartió con sus colegas los últimos hallazgos acerca de las “curas hechas con el uso de las lagartijas”. Como veremos a continuación, esta insólita propuesta se enclava dentro de un debate de alcance internacional que, en aquel preciso momento, discutió acerca de este y otros remedios tradicionales. Los miembros de la Real Sociedad Bascongada no fueron ajenos a esta cuestión y las propiedades de estos pequeños lagartos fueron también analizadas en nuestro territorio.
Según los extractos de aquella junta, Prin presentó “una relación sucinta del uso de las lagartijas, que según las noticias publicadas de América y de otros pueblos de España, han hecho curas prodigiosas del gálico, cáncer, lepra, herpe y otras enfermedades peligrosas” (conviene apuntar que algunos de los términos empleados en el XVIII no se corresponden con la nosología contemporánea). En realidad, aunque aquí se mencione a América en términos generales, la propuesta tenía un origen mucho más particular y se debía a un personaje de enorme interés. Justo un año antes, en 1782, veía la luz un breve folleto de quince páginas redactado por el ilustrado chiapaneco José Felipe Flores (1751-1824), catedrático de medicina en la Real Universidad de Guatemala. El texto llevaba por título Especifico nuevamente descubierto en el Reyno de Goatemala, para la curación radical del horrible mal del cancro, y otros más frecuentes, y buscaba analizar el poder curativo de la carne de lagartija según los saberes tradicionales del pueblo guatemalteco de San Cristóbal Amatitan (actual ciudad de Amatitlán).

El estudio de Flores consiguió una rápida difusión en América y pronto tuvo eco también en Europa, discutiéndose la utilidad del remedio en infinidad de foros y llegándose a traducir el opúsculo al francés, inglés, italiano y alemán. La charla de Prin en Vitoria es por tanto un ejemplo más de la repercusión alcanzada por el tema, y cabe imaginar que el cirujano alavés habría conocido esta práctica terapéutica autóctona de las Indias Occidentales gracias a alguna de las dos ediciones publicadas tempranamente en España: en Madrid en el mismo 1782 y en Cádiz ya en 1783. Como apunta Miruna Achim en un volumen fundamental para indagar en toda esta controversia acerca de las lagartijas medicinales, la labor de Flores resulta encomiable por su “capacidad de conjugar su práctica médica innovadora con la sensibilidad y el interés hacia los usos y las tradiciones medicinales y culturales indígenas”. De hecho, este médico ilustrado fue también un pionero de la variolización contra la viruela (un tema al que ya dedicamos una entrada, y en el que también se vio implicado Manuel del Prin a nivel local) y, al publicar su método de trabajo, tuvo muy presente el poder acondicionarlo “a la naturaleza y modo de vivir de los indios”, mostrando “una inusitada conciencia de que el éxito de la campaña dependía en gran parte de aplicar la vacuna en consonancia con las costumbres y creencias de las poblaciones indígenas que serían inoculadas”.
Volviendo a tierras alavesas, lo interesante del informe de Prin es que no se dedica a exponer el remedio y su aplicación original. Al contrario, el galeno pretende mostrar los casos en los que él personalmente ha podido emplear las lagartijas a lo largo y ancho del territorio de la provincia, exponiendo además el notable éxito de sus intervenciones. El primer caso fue en Vitoria con el herrero Manuel Octavio, aquejado de un “herpe general de más de diez o doce años” que le afectaba todo el cuerpo, limitándole ampliamente la movilidad. Este hombre había recurrido a muchos remedios, sin encontrar alivio, y comenzó entonces a tomar “dos lagartijas cada mañana en primero de agosto de este presente año, y continuando con ellas pasados de quarenta días, rompió al tercero en un copioso sudor, que le duró todo el tiempo que las estuvo tomando, y con él se curó y limpió perfectamente su cuerpo, quedando muy ágil en todos sus miembros”.
Lo cierto es que a lo largo de su intervención Prin no anota cual es el método según el cual han de tomarlas. Si nos remitimos al Especifico de Flores, los indios no se andaban con melindres:
Toman una lagartija, y con diestra ligereza la cortan la cabeza, y cola. Inmediatamente les extraen los intestinos, y de un tirón les arrancan la pielecilla. En este estado, cruda, la carne aun caliente, y en toda la vitalidad posible, la mascan y tragan con gran serenidad. De este modo se tragan una lagartija cada día. Dicen que suele bastar una, y si no, toman hasta tres […]
De todos modos, consciente de que este sistema podría resultar algo crudo y repugnante, anota:
Para hacer menos desagradable el remedio, e imitar el método de los indios, inmediatamente que se ha arrancado la piel a la lagartija, con la misma cuchilla se pica la carne, y los huesos, que son muy tiernos: se hacen píldoras, se envuelven en oblea, y se administran al enfermo. Una lagartija da carne para dos píldoras, poco menores cada una que una bala de fusil. Todo se ha de hacer con la brevedad posible, para tomar la carne lo más viva que se pueda, según el método de los Amatitanecos.
Desconocemos por tanto si Prin lo practicaba de este modo. Además, ignoro si las lagartijas empleadas en Guatemala se corresponderían plenamente con los especímenes alaveses. El propio Flores, quien pensó inicialmente que podía tratarse de una especie peculiar de San Cristóbal Amatitan, constató poco después que eran muy comunes en todo el país, y llegó incluso a conseguir seis lagartijas, para examinarlas y enviarlas posteriormente con vida al Real Gabinete de Historia Natural de Madrid (se desconoce si realmente llegaron a realizar el viaje transatlántico).
Después de la exitosa experiencia del herrero, Prin menciona un caso herpético muy similar, el de otro vecino desesperanzado de Vitoria que “usando de las lagartijas por el mismo tiempo que el herrero, logró igual alivio; y aunque después le volvió a salir algo de herpe, fue en poca cantidad y en pocas partes de su cuerpo”. A continuación, hace alusión a una paciente de Mostrun (topónimo muy habitual a lo largo de los siglos para referirse a Monasterioguren) con un “herpe ulcerado en todo el labio superior, y parte de la nariz”, a la que una vez administradas las lagartijas se consiguió curar casi enteramente de su mal.
También en Atiega, concejo del municipio de Añana, Prin dejó al cura del lugar al cuidado de un muchacho de doce años que tenía “una ulcera cancerosa con bastante fetidez, que le había consumido toda la ternilla de la nariz”. Le indicó el método para tomarlas y, pasado un mes, el padre del niño le aseguró a su paso por Vitoria que el remedio “le iba muy bien, y que la mayor parte de la ulcera se había cicatrizado”. El medico recomendó seguir aplicándolas junto con el ungüento verde de Oliver, otro singular remedio de la época para absorber corrosiones e inflamaciones.
A partir de aquí, Prin asegura haber empleado el mismo remedio en otros casos, aunque sin conseguir en todos ellos el fin que se deseaba. Realmente, si estamos en septiembre de 1783, las curas con lagartija no podrían llevar demasiados meses en práctica, por lo que, a tenor de los casos y ejemplos positivos, la solución terapéutica no parecía en absoluto descabellada. De hecho, para terminar, el medico vitoriano confirmó que se podía considerar “un poderoso dulcificante de todo humor acre […] sin comparación muy superior a las víboras”, por lo que no dudaba en recomendarlo para futuras epidemias de viruela:
Sería muy útil a los que no las habían pasado, y no quieren inocularse, usar de dichas lagartijas; pues evacuándose el suero por sudor, y dulcificándose la sangre, no podía menos de minorarse el humor virulento.
Por último, Prin alienta a sus compañeros a proseguir con los estudios, ya que “el remedio es fácil, nada costoso y acomodado a todo genero de personas”. A partir de aquí, desconocemos si el resto de colegas de la Real Sociedad Bascongada se animaron a experimentar con las lagartijas en el resto de territorios del País Vasco. En todo caso, es probable que en toda España hubiera aguerridos médicos ilustrados empleando el remedio en paralelo (aunque no me ha sido posible localizar demasiadas evidencias sobre el tema, por lo que cabe aventurar que Prin fue realmente un pionero). De hecho, la edición gaditana del Especifico de Flores en 1783, incluye cinco paginas nuevas en las que se relatan diez casos de curación acontecidos seguramente en Malaga y alrededores.
Probablemente, Europa seguiría discutiendo el tema durante los últimos años del siglo XVIII, aunque las notas al respecto van menguando según avanzan los años y la falta quizás de muestras contundentes de su éxito debilitaría su popularidad. En todo caso, la primera edición italiana de 1784 añadía testimonios de curaciones en el Piamonte y las sucesivas reimpresiones en todo el continente fueron también sembrando dudas sobre la efectividad real de las lagartijas, al exponer también numerosos casos no exitosos. Sea como fuere, la elite medica alavesa discutiría aquel día de septiembre de 1783 sobre este remedio extraño, lejano, con esta pequeña muestra de etnomedicina aplicada al caso alavés.
Documentos empleados:
– Flores, José Felipe. Especifico nuevamente descubierto en el Reyno de Goatemala, para la curación radical del horrible mal del cancro, y otros más frecuentes (1782).
– Achim, Miruna. Lagartijas medicinales: remedios americanos y debates científicos en la ilustración (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2008).
– Dal Maso, Elena. «Historia editorial y pervivencia en la era digital de un tratado científico en lengua española. Apuntes sobre el «Especifico nuevamente descubierto en el Reyno de Goatemala, para la curacion radical del horrible mal del cancro, y otros mas frecuentes» (1782) de José Flores y sus ediciones italianas (1784, 1785)nales: remedios americanos y debates científicos en la ilustración«, en Anuario de Letras. Lingüística y Filología, Vol. 6, Nº. 2, 2018, págs. 111-143.