Esta vez vamos a contar una historia triste y sombría, un caso que conocemos gracias a una alegación del Tribunal de la Inquisición de Logroño y cuyos detalles y protagonistas van a resultarnos tristemente reconocibles, puesto que la lacra de la que hablaremos sigue indudablemente presente en nuestros días. Efectivamente, nos estamos refiriendo a los abusos sexuales y la pederastia en el seno de la iglesia católica. Y, aunque hayan pasado más de doscientos años desde que este episodio saliera a la luz, poco han cambiado las cosas a tenor de las ultimas investigaciones iniciadas por el Vaticano en nuestro país.
El informe fiscal que vamos a analizar esta datado en 1804 y se encuentra custodiado actualmente en el Archivo Histórico Nacional. Ese año el tribunal logroñés abría diligencias contra Agustín de Arcaya, “presbítero y párroco que fue de la de San Vicente de Vitoria y actualmente de la de San Pedro”. A este sacerdote, originario de Vitoria, se le acusaba del delito de solicitación. La delación la realizaba Fray Manuel de Santa María, lector de Teología en el convento de San Francisco, aunque la hacía en realidad a petición de Concepción Saenz, la muchacha que inicialmente destapó los abusos del sacerdote.

Concepción contaba por entonces 12 o 13 años y, como apunta la alegación, había acudido “repetidas veces a confesarse con el reo, que entonces era su párroco, en la iglesia de San Vicente de Vitoria, quien, haciendo poco caso de la substancia de la confesión, empleaba el tiempo en preguntas impertinentes, cuales eran: ¿Te ha dado azotes tu madre? ¿Cuántos te ha dado? ¿Te hacía mucho mal?”. Terminada esta suerte de confesión, “la llevaba a su casa, conduciéndola a un cuarto retirado, y la mandaba echarse en la cama o sobre una silla, y levantándola las faldas la sacudía fuertes azotes”.
En este punto, se nos indica otro detalle lamentablemente recurrente en este tipo de casos: cuando ella regresaba a casa “se quejaba amargamente a sus padres, diciendo no volvería más a confesarse con el reo, pero ellos la precisaban a hacerlo, persuadidos de que en aquella edad debía confesarse con su párroco”. Así, ignorada por su ámbito más cercano, que no parecía dar crédito a su desagrado, “ella repetía sus confesiones y el reo sus preguntas y los azotes”, hasta que el encausado abandonó esa parroquia. Desde ese momento había pasado un largo tiempo, tres años, y parece que ahora sí la madre había decidido tomar cartas en el asunto y hablar personalmente con el delator, el cual solicitó poder examinar a la pequeña. No descubrió en ella nada especial, aunque Concepción aportó entonces un dato importante: ella sabía que Agustín de Arcaya “hacia lo mismo con una muchacha del Hospicio”.
Además, al ser interrogada por Fray Manuel de Santa María, aportó más detalles sobre los métodos del detenido. Los abusos habían ocurrido muchas veces, en ocasiones azotándola con la mano y en otras con la disciplina. Al acabar, le ofrecía hipócritamente “un real de plata para su madre”. Según indica Concepción, el tiempo medio entre una y otra confesión podía variar entre ocho días y un mes. La niña recordada además con precisión el momento en el que habían sucedido los hechos: cuando el reo “dejó de ser cura de San Vicente, hacia como tres años y medio poco más o menos”. Y aportaba un apunte acerca de la última confesión que hizo con él: “le mando entrar en la sacristía, en donde echada por el mismo en un banco, la levantó las faldas y la tuvo así como media hora escasa, y sin tocarla le dijo que se fuera, que por entonces la perdonaba”. En ese mismo interrogatorio, la niña aportó el nombre de la otra victima que ella conocía: Tomasa, huérfana de la Casa de Piedad.
La investigación, por tanto, se encaminó ahora hacia esta “huérfana de padre y madre, de 16 años poco más o menos”. Y al ser preguntada, contó su experiencia particular con el detenido:
Habiéndose ido a confesar con el reo un día sábado, hará como tres años y medio, estándose confesando le dijo que, al otro día, después de rezar el Rosario en la Casa de Piedad, en donde estaba y está, fuese a su casa, y la daría unas calcetas y algún pañuelo viejo. Que con efecto fue, y después de haber entrado la puso en sus rodillas, y remangándole las sayas la dio con su mano cuatro o cinco azotes”.
Nuevamente, vemos estratagemas y regalos para ganarse a sus víctimas y un episodio casi idéntico al de Concepción. Esta niña no supo contestar si el sacerdote se valió de alguna cuestión extraída de la confesión para justificar sus actos, y al preguntársele si conocía a otras niñas que hubieran pasado por lo mismo aportó un dato desconcertante: “no sabe que haya dado azotes a otra después de confesarse, sino tan solamente patadas a Matilde de Resines, huérfana de padre y madre y edad de 15 a 16 años, porque ignoraba la doctrina cristiana”.
Como era de esperar, Matilde fue la siguiente joven en pasar este singular cuestionario y la red de abusos del sacerdote parecía extenderse paso a paso. Esta joven admitió que en varias ocasiones el reo le había mandado acudir a su casa, con el pretexto de realizarle preguntas sobre doctrina cristiana. Así, cuando no respondía correctamente, le mandaba colocarse sobre el colchón y comenzaba la azotaina. Ella parece desmentir las patadas que mencionaba la anterior declarante, o al menos no las recuerda. Pero si confirma que en una ocasión el encuentro con el abusador se produjo también en la sacristía de la iglesia, donde colocándola “encima de los cajones le dio los azotes”. Además, su caso también terminó con el traslado del cura, aunque ella sabe “que luego ha conseguido igual destino en la de San Pedro”.
Llegados a este punto, el informe comienza a analizar lo dicho por las declarantes. No olvidemos que la información proviene de un tribunal inquisitorial, por lo que muchas de las razones, justificaciones y términos empleados nos pueden resultar chocantes. Al arrancar esta entrada hemos indicado que se le acusaba del delito de solicitación. ¿A que corresponde exactamente esta acusación? Guardaba estrecha relación con el deber de confesión y con el abuso o aprovechamiento que el sacerdote pudiera hacer de este sacramento, obteniendo algo mediante el chantaje o la extorsión y empleando siempre la amenaza de no absolver a la victima de sus pecados. Por esta razón, a las tres jóvenes se les había planteado una misma pregunta: si el detenido se valía de algo ocurrido durante la confesión para justificar sus actos posteriores. Y los encargados de analizar el caso consideraron que las preguntas sobre doctrina que les planteaba a las niñas no eran más que una “digresión artificiosa, con la que intentaba paliar el dañado fin con el que las mandaba ir a su casa”. Veían en su conducta algo obsesivo, una pasión sensual que le había llevado a emplear con ignorancia el sacramento de la penitencia. Tras escuchar a las víctimas, no cabía lugar a dudas, ni manera de salvarle de la Constitución Pontificia, pues se había demostrado que Agustín de Arcaya tenía “un corazón corrompido de lascivia” y podía resultar “muy dañoso y perjudicial a las almas”. Además, en las preguntas del tribunal siempre se busca fijar con precisión el espacio y tiempo del delito, pues ello alteraba en gran medida el castigo. Así, no es lo mismo la solicitación durante la confesión (in actu confessionis), que la ocurrida antes o después de la misma, la que se daba con pretexto de confesión o la que acontecía en los lugares destinados a oír confesión.
La voz de alarma había saltado el 27 de febrero de 1804. Pues bien, el 6 de abril de ese mismo año, sin que sepamos muy bien el modo, una nueva mujer se sumaba a la acusación. Se llamaba María Vicenta Saez de la Vega, tenía 20 años y había servido en casa del detenido durante una temporada. Allí, durante meses, el sacerdote “tuvo la pretensión de darle azotes los más de los días, diciéndole que no era pecado, ni tenía necesidad de confesarlo”. Y una noche, hacia las diez y media, se acercó hasta su cama, “la descubrió por fuerza y repitiendo que no hiciese caso, que no era pecado, consiguió dárselos”. Al parecer ella trato de resistirse y reprendió al cura, pero el repetía que aquello no era pecado, que tenía facultades para dárselos y que estaba completamente en su cabal juicio. Llegados a este punto, indudablemente, el delito de solicitación tal y como lo hemos descrito parece más que evidente. De hecho, le confirmó que era suficiente con confesarse ante él, admitiendo que había ofendido a Dios y que recibiría la absolución. Tras escuchar esta nueva denuncia, los encargados de la causa ven evidente que el acusado ha ejercido una influencia escandalosa, con “inducción a errores” y sembrando “doctrina contra la fe y buenas costumbres”. En todo caso, no les parece que tenga nada de hereje, y consideran que sus actos tan solo buscaban saciar su lascivia. Desde el punto de vista inquisitorial, como podemos comprobar, el solicitante ejercía como un elemento corruptor, que pervertía el sentido ultimo de su labor: la sanación de las almas.
Llegados a este punto, comenzó a evaluarse el caso, mientras al sacerdote encausado se le obligó a prestar audiencia a diario, impidiéndosele además administrar el sacramento. Es entonces cuando Agustín de Arcaya presta declaración, defendiendo su postura. Curiosamente, parece no recordar a su última denunciante, Maria Vicenta Saez de la Vega, a la que confunde con una niña de once años cuyo padre le había encomendado, hasta cierto punto, su educación y corrección. Y realiza una última afirmación que tampoco parece dejarle en un gran lugar:
Declara, que como párroco le han enviado sus padres algunas muchachas para que viese si estaban en estado de recibir los sacramentos y no extrañará que a algunas las haya amenazado, y tal vez pegado, pero no [ilegible] ni ocasión a confesión.
Después de tomarle testimonio, el tribunal vuelve a citar a todas las niñas, repitiendo el proceso completo de entrevistas. Y justo entonces el informe fiscal comienza a sumar algunos datos nuevos, aportes y opiniones de distintos agentes. Por ejemplo, aparece reflejada la palabra de un tal Rafael Diaz de Olave, quien asegura que el detenido “tiene mala nota, peor conducta, y que se originan y siguen graves daños y perjuicios a los muchos que confiesan con él, que procede contra lo definido por el concilio tridentino si continua con el ministerio que ejerce de cura; y confesando causará (si no ha empezado) una gangrena incurable”. Además, teniendo en cuenta que la Inquisición fomentaba un clima de delación social en el que podían darse denuncias malintencionadas, otro vecino de Vitoria corrobora que las cuatro muchachas “no tienen relaciones de amistad ni comunicación conocida”. Dos de ellas parecen servir en sendas casas de la ciudad, al servicio de “personas que no tienen motivo para excitar [ánimos] contra el reo”. Al profundizar en las palabras de Diaz de Olave, sale a la luz un dato interesante: él había remitido al tribunal una sumaria contra el párroco por lo excesos que había cometido con dos de sus criadas.
Cuanto más escarba el tribunal, más anécdotas y chascarrillos afloran. Por ejemplo, se menciona al presbítero Pedro Ignacio del Carpio, quien asegura que el detenido mantuvo una conversación con damas vestidas con desnudez “en la que, recatándose una, le dijo el reo que lo bueno debía verse”. Se van sumando además voces indirectas, testimonios filtrados por segundas o terceras personas (en conversaciones mantenidas en paseos), hasta el punto de asegurar que Agustín de Arcaya impidió la cohabitación de un matrimonio que habitaba en su casa. Según el coro de voces que en ese momento se entremezclan en el informe, se trataba de un tal Blas de Velasco (ya difunto) y su mujer. El sacerdote encausado le habría asegurado que lo hacia porque “era impotente, y que por la tal inhabilidad maltrataba a su mujer en el uso del matrimonio”. En ese momento, el hombre le habría respondido: “¿más esos niños de quien son?”. Sugiriéndose a continuación que Agustín de Arcaya y la mujer habrían terminado dándole golpes.
Poco después, el acusado presta nuevamente declaración y, entonces sí, parece hacer memoria y admitir algunos de los episodios con azotes, señalando sin embargo que nada tenían que ver con la confesión, pues “los ejecutaba fuera de ella con toda libertad, a instancias de sus respectivos padres”. Desvía por tanto el tema hacia un terreno más instructivo y resta importancia al lugar donde ocurrieron los abusos: “aunque alguna otra vez fuese en el confesionario, pues solía examinarlas y catequizarlas en dicho puesto; y siendo mucha la gente que le imposibilitaba el despacho en aquel paraje, las citaba a su casa o a la sacristía indiferentemente fuesen muchachos o muchachas”.
En su defensa, trata también de sembrar dudas sobre el testimonio de María Vicenta Saez de la Vega, “quien le ha servido en tres distintas veces, y todas la ha despedido por díscola”, pues podría haber influido, contando algunos chismes a Pedro Ignacio del Carpio. Al parecer, este fue el cura que le sucedió en San Vicente, y sugiere que quizás estaría obrando así con el deseo de arrebatarle el curato de San Pedro. Además, levanta igualmente sospechas contra el resto de voces y declaraciones. De hecho, desconocemos cual fue la sentencia definitiva del proceso, pero podemos comprobar que el informe termina alejado del punto de inicio, planteando la necesidad de que se investigue si en el momento en el que el detenido obtuvo el curato de San Pedro “hubo otros aspirantes, y quienes fueron, como también si en dicha pretensión hubo algún ardor o empeño fuerte”. En definitiva, parecen dispuestos a valorar la existencia de una cierta venganza orquestada, la presencia de dos bandos, las envidias y rencillas de dos curas vitorianos. De hecho, ante el delito de solicitación, parece ser que una inmensa mayoría de acusados argumentaba que las testificaciones eran falsas, promovidas por enemigos que mayormente eran sus propios compañeros en el clero. Por lo que este final no debe sorprendernos en absoluto.
Queda así sepultada la denuncia inicial y los testimonios posteriores, desviándose el interés hacia la posibilidad de probar unos posibles falsos cargos. ¿Qué sucedió con Agustín de Arcaya? Sinceramente, lo desconocemos, pero dentro del abanico de posibles sentencias, podría habérsele realizado una sencilla reprensión, algún acto de penitencia o, si finalmente se optó por una condena más severa (cosa poco probable), podría haber pagado con años de destierro, reclusión en algún convento o la prohibición de confesar a más personas en lo sucesivo.
En futuras entradas a buen seguro indagaremos en otros procesos y causas inquisitoriales contra vecinos y vecinas de Vitoria. Valga esta entrada como recordatorio de esa “gangrena incurable” en el seno de la Iglesia Católica, institución que a día de hoy sigue actuando con una opacidad intolerable ante las causas e investigaciones abiertas acerca de este tema.
Documentos empleados:
– «Alegación fiscal del proceso de fe de Agustín de Arcaya, presbítero, originario de Vitoria, seguido en el Tribunal de la Inquisición de Logroño, por solicitante«, INQUISICIÓN,3722,Exp.296 [Archivo Histórico Nacional].