Fusilamiento y exhumación de un mártir…

Cuanto más se indaga en el agitadísimo siglo XIX, más episodios notables de alcance nacional pueden identificarse en la apocada capital alavesa, que tuvo un papel protagónico en varios momentos decisivos a lo largo de esta centuria. En esta ocasión, nos vamos a centrar en la década de los 40 del siglo XIX, y en el auge, caída y trágico final del militar y político gaditano Manuel Montes de Oca. Pero antes, para arrancar y ubicar mínimamente el contexto, aportamos unas breves pinceladas históricas:

Superada la Primera Guerra Carlista los ánimos no se calmaron, ni muchísimo menos, a nivel sociopolítico, y fueron acentuándose las luchas por la regencia durante la minoría de edad de Isabel II, basadas en la eterna división entre progresistas y moderados. El momento decisivo llegó en 1840, año en el que el gobierno moderado presidido por Evaristo Pérez de Castro planteó una reforma de la Ley de Ayuntamientos que dejaba a futuro el nombramiento de los alcaldes en manos del gobierno, sin contar por tanto con la participación de los vecinos. La medida chocó frontalmente con la posición progresista, que ostentaba un amplio número de alcaldías y consideraba anticonstitucional la propuesta de ley.

A pesar de las presiones de este bando, con Baldomero Espartero a la cabeza, la regente María Cristina (claramente alineada a las corrientes liberales moderadas) terminó firmándola, lo cual provocó la renuncia inmediata de Espartero a todos sus cargos y distinciones y el estallido de distintas revueltas que conformaron “juntas revolucionarias” en firme oposición a la autoridad. La situación se torno insostenible y entre los meses de septiembre y octubre, María Cristina tuvo que ceder la presidencia del Gobierno a Espartero y anunciar su renuncia a la regencia para marchar al exilio en Francia (tras su derrota en el pulso mantenido con el bando progresista, se puede entender que es un exilio tan voluntario como forzado).

Se produjeron entonces debates dentro del seno progresista sobre cómo había de ejercitarse la regencia en lo sucesivo, ya que muchos temían el exceso de poder que Espartero podía acumular, y plantearon incluso la necesidad de una regencia trinitaria que no fuera desempeñada por un único individuo. Pronto se plantearon reformas que afectaban principalmente al clero, promoviendo nuevas medidas desamortizadoras, y también se busco legislar acerca de los fueros vascos y navarros, buscando limitar las atribuciones especiales históricamente mantenidas.

En paralelo, en 1841 comenzó a fraguarse desde el exilio francés un pronunciamiento militar con notables tintes antiliberales, que buscaba devolver la regencia a María Cristina. Este movimiento militar se desplegó precisamente en las provincias vascas y en Navarra, aunque debía contar también simultáneamente con un asalto a la Corte madrileña. La madrugada del 1 de octubre, de forma precipitada, el general Leopoldo O’Donnell se levantaba con escaso éxito en Pamplona, dando comienzo el alzamiento moderado-fuerista conocido también en el norte como “La Octubrada”. Esta acción desencadenó una serie de pronunciamientos coordinados en Bilbao, Guipúzcoa, Zaragoza, Madrid o Vitoria. En este último caso, fue el 4 de octubre de la mano de Gregorio Piquero Argüelles, y se proclamó entonces en la capital alavesa una Junta Suprema de Gobierno presidida por Manuel Montes de Oca. Vitoria iba a ser el centro de este movimiento de insurrección, y en ella se instaló una suerte de “Gobierno provisional del Reino durante la ausencia de la Reina Gobernadora”.

Ese mismo día, Montes de Oca dictaba desde Vitoria un bando dirigido a toda la población, buscando su adhesión a la causa y denunciando “la ingratitud más horrible y la sedición más escandalosa” de Espartero. En este y otros escritos de esas mismas fechas, los representantes del pronunciamiento hacían especial énfasis en las reclamaciones forales, aunque no resulta fácil clarificar si estas arengas eran sinceras o si se empleaban como estrategia para ganarse la afección de la población y las autoridades militares y políticas:

¡Nobles y esforzados habitantes de las Provincias Vascongadas y Navarra! YO OS PROMETO EN NOMBRE DE AQUELLA EXCELSA SEÑORA VUESTROS FUEROS, EN TODA SU INTEGRIDAD. Vosotros los habéis ganado con la sangre de vuestras venas, con el sudor de vuestra frente, con la lealtad de vuestros corazones. El comercio de la invicta Bilbao volverá a florecer con la restauración de leyes sabiamente protectoras. Las industrias de todo el país serán admitidas a los beneficios de la industria nacional, procurándose medios de que el favor concedido a vuestra laboriosidad no degenere en fraude y granjería perjudicial al resto de los españoles. La ley que modifica las instituciones de Navarra, será declarada de ningún valor ni efecto. Ni ahora ni después, vascongados y navarros, tendréis más modificación ni arreglo en vuestros fueros seculares […]

«Nobles vascongados y navarros», firmado por Manuel Montes de Oca. Fundación Sancho el Sabio [signatura: ZRV 8033]

Obviamente, Montes de Oca consideraba que María Cristina era la única regente legitima, y aseguraba que la renuncia de hacia unos meses había sido “un acto insolente de fuerza”. En su excitado texto, menciona además a las “ilustres huérfanas”, lo cual alude ya al siguiente paso disparatado en esta sublevación: el intento de asalto al Palacio Real de Madrid el 7 de octubre, a fin de capturar a la joven reina Isabel II y su hermana para trasladarlas prontamente hasta la zona norte del país.

Los responsables de la acción fueron los generales Diego de León y Manuel de la Concha, con la complicidad de varios regimientos. Tras toda una noche combatiendo en el interior del palacio, el intento de rapto fue fallido ante la “heroica resistencia que opusieron los valientes alabarderos que estaban de servicio”, protegiendo las habitaciones de las niñas, y los dos responsables del alzamiento fueron detenidos y procesados con enorme celeridad a lo largo de los próximos días. Cabe apuntar que todos los implicados en estos actos, en ambos bandos, eran viejos compañeros de filas en la pasada Guerra Carlista, prácticamente amigos, lo cual añade una singular dimensión emotiva a la revuelta y a su aplacamiento, marcada además por los peculiares códigos de honor y gloria del XIX. Durante el consejo de guerra, se leyó una emotiva carta del general León, y tras ser condenado a muerte, se dice que mostró en todo momento una actitud heroica, un porte romántico, animando incluso a los soldados que debían fusilarle, repartiéndoles puros y pronunciando la famosa frase: “No tembléis, al corazón”.

«Fusilamiento del general D. Diego León en Madrid», firmada C. Múgica (dibujante) y N. González (litógrafo)

Estos primeros fusilamientos y la negativa a conceder el indulto causaron una honda impresión en todo el país, tanto en la opinión publica como en los estamentos militares y políticos, deteriorando en gran medida la popularidad de Espartero.  Pero aun quedaba por resolver la insurrección en las tierras del norte. El gobierno decidió entonces dirigir un ejercito hacia el País Vasco, y el propio Espartero creyó conveniente gestionar en persona la rebelión. El encontronazo resultaba inminente.


No resulta fácil imaginar como debieron vivirse estas tensas semanas en Vitoria, pero contamos por fortuna con un material excepcional que nos permite recrear este momento. En el año 1900, dentro de su serie dedicada a los Episodios Nacionales, Benito Pérez Galdós publicó la novela “Montes de Oca”, cuya trama final transcurre íntegramente en tierras alavesas. Lo cierto es que el célebre literato canario se documentaba cuidadosamente, por lo que la recreación histórica que plantea resulta sumamente atractiva. En palabras de Pérez Galdós, “los primeros días del alzamiento fueron risueños, días de esperanzas y de ciego optimismo”:

Vista la insurrección desde Vitoria, que parecía ser su centro y atalaya, la idea sediciosa prendía en todo el territorio vasco navarro como el incendio en la seca mies. A la voz de Montes de Oca, que lanzaba a los pueblos endechas rimbombantes, responde Bilbao, sublevándose también con su Diputación al frente, y parte de la Milicia Nacional. Montes de Oca tira de pluma y devuelve a la invicta villa en un decreto el derecho de Bandera y otros privilegios abolidos; en Miranda toma partido por Cristina el Provincial de Burgos, que a Vitoria se dirige para dar su apoyo al movimiento; Portugalete y Orduña se pronuncian también; el cura de Dallo y el escribano Muñagorri reúnen al instante sus partidas y se lanzan por collados y montes a matar liberales. En tanto daba mayor vuelo a la insurrección el General D. Leopoldo O’Donnell, que había ganado el regimiento de Extremadura y un escuadrón de Caballería, y con ellos proclamó la bandera de Cristina y Fueros en la ciudadela de Pamplona. En Zaragoza, Borso di Carminati echaba mano al segundo regimiento de la Guardia Real, y salía con él para llevárselo a O’Donnell. Toda esta fuerza, con el batallón y los escuadrones que Piquero había sublevado en Vitoria, eran una base admirable de insurrección. Ya vendrían luego más pronunciamientos de tropas donde menos se pensará, que bien se había trabajado en la seducción de jefes. Todo era empezar: los primeros que se lanzaron daban la mejor prueba de iniciativa heroica, de que luego tomarían ejemplo los reacios y pudibundos. Pero las más risueñas esperanzas de los aventureros de Vitoria estaban en Madrid, donde levantarían la propia bandera media docena de adalides militares, los más ilustres de nuestro ejército, la flor de los héroes de la última guerra.

Desde luego, si las esperanzas estaban puestas en Madrid, ya hemos visto que el duro aplacamiento del intento de asalto al palacio real marcaba una oscura pauta, por lo que las esperanzas de los revolucionarios comenzaron a marchitarse. Hacia Vitoria se dirigía ya el legendario brigadier progresista Martín Zurbano, decidido a tomar por las armas la capital alavesa y la vizcaína, y Montes de Oca cometió el error de ponerle precio a su cabeza. Como apunta Pérez Galdos, “Zurbano no parecía dispuesto a dejarse degollar; al contrario, marchaba por la Llanada resulto a cercenar todas las cabezas que pudiese, y hacer con ellas espantoso adorno de los caminos”.

Vitoria en aquel entonces se encontró en una encrucijada. El diputado general (el marqués de la Alameda), Pedro de Egaña o Manuel de Ciorraga, apoyaban la rebelión, y trataron de movilizar a los miñones y a la población, pero el ayuntamiento no promovió la revuelta y sin ánimo de conducir al país a una nueva guerra civil censuraron a los favorables al alzamiento, promoviendo que no se hiciera resistencia en la ciudad ni en toda la provincia a las tropas que se reunían cerca del Ebro. Aun así, Montes de Oca se obstinaba “en defenderse dentro de Vitoria, sacrificando la vida de esta ciudad al orgullo de una causa que no debía interesar grandemente a los hijos de Álava”. Llegaron entonces noticias que destruyeron por completo la fe y el orgullo de Montes de Oca, pues, aunque costara creerlo, la propia María Cristina parecía renegar ahora de la insurrección: ella nada tenía que ver con estos locos y, cualquier cosa que hiciesen, corría por cuenta de ellos.

Como dibuja Pérez Galdos, fuesen verdad o no estas habladurías, “entraron fácilmente en los cerebros de todos los que le rodeaban; que el vecindario de Vitoria les dio fácil crédito, y las aceptó hasta con gozo, viendo en ellas el mejor pretexto para dar término rápido a la insurrección, y librarse de los desastres y apreturas de un sitio”. La capital alavesa se había salvado de sufrir un asalto y Manuel Montes de Oca se vio obligado a huir junto a los responsables de la Diputación foral de Álava, Gregorio Piquero, Ciorraga, Egaña, y un nutrido grupo de militares y miñones. Se había puesto alto precio a su cabeza, diez mil duros, y en su huida hacia la frontera varios miñones de su escolta decidieron apresarlo y traerlo de vuelta a Vitoria el 19 de octubre de 1841:

A las ocho de esta noche se han presentado a las puertas de esta plaza ocho miñones de caballería conduciendo preso a D. Manuel Montes de Oca, cabeza que era del partido revolucionario en esta capital: se han apoderado de su persona en Vergara al amanecer de hoy los miñones individuos que le acompañaban escoltándolo, siendo este solo a quien han preso, a pesar de ir en su compañía los diputados Ciorraga, el marques de Alameda, y Egaña, que parece se han fugado.

Se halla preso en las casa consistoriales, tratándolo con la debida consideración, y dentro de pocos minutos se procederá a tomarle declaración, y precedidas las correspondientes formalidades, será fusilado mañana a las diez de la misma con arreglo al párrafo 3º del artículo 1º del bando de V.E. de ayer en Burgos.

Como si de una película del oeste se tratara, la nota comunica también el cumplimiento del premio prometido “por la persona de Montes de Oca” a los ocho miñones montados de la provincia de Álava, indicándonos incluso su identidad: Matías Eraña, Domingo Walde, Ignacio Alegría, Francisco Larramendi, Francisco Ibarra, Julian Vea, Pedro Echaniz, Pedro Abecia.

Lo cierto es que en este punto uno no puedo evitar ponerse en el difícil papel que les toco cumplir a estos miñones, y en la siniestra recompensa que habrían de recibir tras entregar a un personaje que, a la larga, alcanzaría una dimensión un tanto heroica. Pérez Galdós, con sumo acierto, reproduce también este debate interno, psicológico, en la mente de los miñones:

¿Quién demonios les había metido en aquel fregado, ni qué iban ellos ganando con que la Cristina le birlara la Regencia a Espartero? En verdad que habían sido unos grandes idiotas, apartándose de la ley que ligaba sus vidas y su honor militar al Gobierno establecido. ¿Quién les metía en el ajo de quitar y poner Regentes? ¿Quién les hizo instrumento de la ambición de unos cuantos caballeros de Madrid, y de media docena de militares que querían empleos y cintajos?… ¡Y que no era flojo el riesgo que corrían los pobrecitos miñones! Desde Vergara a la frontera ¿quién les aseguraba que no toparían con un destacamento de tropas leales? En un abrir y cerrar de ojos serían despachados para el otro mundo, y aun podría suceder que los señores que les habían arrastrado al delito alcanzasen misericordia; para los hijos del pueblo, no habría más que rigor y cuatro tiros…

Aun suponiendo que pudiesen escapar, ¿qué vida les esperaba en Francia? ¿Por ventura se encargaría de mantenerles la Reina esa por quien se habían jugado la vida? ¡Ay, ay!, el pobre siempre pagaba el pato en estas tremolinas; para el pobre, en la derrota o en el triunfo, no había más que desprecios y mal pago… ¡Qué mundo este! Valía más ser animal que español.

Héroes o villanos, difícil calibrar el acto de estos ocho miñones. Aunque, según el literato, aquel día “se les hacían siglos las horas que faltaban para cobrar el importe de la res que vendían”. Hay quien apunta que, al entregárseles el dinero, “se les afeó su proceder”, anotando que “a pesar de esta ganancia” habían de morir “todos en bien miserable estado”. De hecho, Ildefonso Antonio Bermejo, quien también trabajo literariamente el episodio de Montes de Oca en La estafeta de Palacio (Tomo segundo, 1871), asegura que, casi a modo de maldición, “ninguno de estos hombres sobrevivió largo tiempo al hecho; que todos han muerto en situación miserable, y dos de ellos sufrieron dolores acerbos por enfermedades agudas y dilatadas, y Escabriza fue el primero que sucumbió arrojando sangre por la boca a consecuencia de la caída que dio desde un caballo, siendo durante su corta vida tachado de manirroto y conocido con el apodo del Judas de Montes de Oca”.

Al entregarlo a las autoridades, encontraron en su posesión una breve misiva de desengaño dirigida a O’Donnell:

Gobierno provisional de las Provincias Vascongadas y Navarra −Excmo. Sr.− Este infame pueblo nos ha vendido y su ayuntamiento ha oficiado a Zurbano diciéndole no harán resistencia y me entregarán. Se hace, pues, indispensable abandonarlo, y lo verificamos esta misma noche. Nos dirigimos a Vergara donde debe V.E. hacerlo también, pues mañana estará esto ocupado por seis batallones y 300 caballos que tiene Aleson [Vitoria, 18 de octubre de 1841].

Efectivamente, Montes de Oca regresaba a una ciudad tomada por las tropas enviadas por Espartero, y allí trascurrieron sus últimas horas de vida. Se dice que cenó parcamente, que pronto se acostó “quebrantado por la jornada de diecisiete leguas” que acababa de realizar tras ser detenido y, que a eso de las cinco o seis de la madrugada, fue despertado por el cura de San Pedro para prepararle cristianamente y realizar testamento. Según Pérez Galdos, encontraron que dormía plácidamente aun estando en capilla: ¿de qué materia y de qué espíritu estaba hecho este personaje? ¿Era acaso la serenidad y el convencimiento de que luchaba y moría por una causa justa? Aunque el convencimiento fuese erróneo, lo cierto es que incluso quienes iban pronto a fusilarle habrían deseado contar con hombres así para toda causa. Poco después se le tomó declaración y, al preguntarle por el origen de su misión, alegó que su honor le prohibía responder. Se preocupó en asearse y estuvo presto para ser ejecutado hacia la una del mediodía. Quienes le acompañaban debieron entrever que tenía la intención de morir de una forma tan romántica y heroica como la de Diego de León:

Se despidió el sacerdote que le asistía por no poder disuadirle del empeño que tenia de dar la voz de ¡fuego! Aunque ya logró desistiera de victorear a la reina y los fueros. Se convoco a otros dos eclesiásticos letrados, para convencerle de que, en conciencia, no debían permitirle la voz de fuego, por ser una especie de suicidio, y se convino en que solo diría: “Granaderos, la religión me prohíbe el mandaros hacerme fuego: caballero oficial, haga vd. su deber”.

La carreta salió del centro de la ciudad, en dirección al paseo de la Florida. Según el Episodio Nacional, “el honrado pueblo de Vitoria hizo al mártir los honores de un respetuoso duelo, alejándose del teatro de su martirio. Las personas que acudieron a verle pasar le compadecieron silenciosas. Algunas le miraron llorando”. Creyó incluso “que muriendo él, moría también Vitoria, la que había sido capital del efímero reino de Cristina”. Tuvieron que dispararle dos descargas y, caído a tierra, rematarlo con un tiro en la sien. Moría así un “hombre digno de mejor suerte”, cuyo final, poco a poco, le iría convirtiendo en un mártir. Ese mismo día sus restos fueron sepultados en el cementerio de Santa Isabel, a la espera de mayor gloria.


El 3 de julio de 1844 se publicaba el mandato que exigía que el cadáver de Manuel Montes de Oca fuera exhumado del cementerio de Vitoria y conducido a la capital para ser depositado en el camposanto general de las afueras de la puerta de Fuencarral. Para entonces, los tiempos habían cambiado. Tras unos agitadísimos años, la regencia de Espartero había terminado y las cortes habían aprobado hace apenas unos meses la mayoría de edad de Isabel II, aunque la joven tan solo contará por aquel entonces con trece años de edad. Entre sus primeras disposiciones estuvo este gesto, en favor de quien había prestado servicios “a la patria y a mi trono” como ministro de Marina, Comercio y Gobernación de Ultramar. El malogrado Montes de Oca merecía ahora descansar junto a “sus compañeros de infortunio”.

Llegados a este punto, contamos con una preciada fuente de información. En la Fundación Sancho el Sabio se conserva el acta de la exhumación de su cadáver, autorizada por Manuel de Ciorraga el 25 de agosto de 1844. Efectivamente, se trata del mismo personaje que escapó junto a Montes de Oca. En aquel entonces, este eminente político fuerista vitoriano emigró a Francia, salvando así el pellejo. Allí permaneció varios años, hasta que el regreso de los liberales moderados al poder le permitió recuperar su papel en la arena política alavesa. En esta ocasión, firma el acta como comisario de los ejércitos nacionales y, gracias a este documento, conocemos gran cantidad de detalles sobre aquella singular ceremonia.

A las cuatro de la tarde de aquel domingo el camposanto vitoriano debía estar absolutamente abarrotado, pues son más de dos las páginas que se destinan a enumerar a los presentes. La flor y nata de la sociedad vitoriana no quiso perderse el desenterramiento. Inicialmente, tuvieron que averiguar el paraje en que yacían los restos y las “prendas de vestido y calzado con que fue enterrado”. Para ello, lógicamente, contaron con la ayuda de los responsables del entierro: el sacristán de la parroquia de san Vicente, el alguacil, un miembro de la congregación de la paz y la caridad y sendos enterradores. Afirmaron entonces:

[Haber recogido] el cadáver en el paso llamado “La Florida”, sitio donde fusilado en la mañana del mismo día: que el traje con que le enterraron se componía de gaban color verde oscuro, con cuello y vueltas de terciopelo, pantalón de paño de color con rayas, y chaleco de piqué color nanquín, y que llevado al camposanto fue sepultado a la una y media, habiendo sido señalado el sitio con dos estacas o tablas que fijaron los enterradores para descubrirlo si alguna vez se quería saber cual fuese, la una a los pies y la otra a la cabeza.

Anotaban además que el cráneo había quedado destrozado por las descargas y el tiro posterior, “por cuya razón no será fácil hallarlo”, aunque tuvieron el cuidado de recoger los pedazos y depositarlos sobre el cuerpo en la sepultura. Identificado el lugar, los mismos sepultureros revertieron su trabajo, sus nombres eran Juan Olazabal y Joaquín Ainsa. Tras iniciar la excavación, pronto dieron con las dos botas del fallecido, “ambas completas y sin señal de putrefacción”. Y enseguida emergió también el cuerpo completo, “con trozos muy conservados del gaban o paletot y pantalón de patencur, una hebilla que los sepultureros y varias personas presentes indicaron que era de uno de los tirantes, una corbata de raso moteado con un lazo, gran parte del pantalón, que se vio distintamente haber sido de la materia dicha y que al tiempo de sacarlo se hacia pedazos, así como los restos del paletot”. Confirmada la identidad, la tropa formada a las afueras del cementerio hizo una descarga y comenzaron a extraer todas las partes del cuerpo.

En este punto, el acta roza lo macabro. Sacaron primeramente la mano derecha y, al entregársela al secretario del mártir, el señor Salamanca, exclamó: “estos son los restos preciosos de aquella mano noble que no se retrajo en vida de cruzarse con la más humilde: este es el héroe guerrero a quien sus fieles amigos asistimos en un lance critico con más lealtad que fortuna”. El propio Salamanca recordó después, con gran detalle, las últimas horas de Montes de Oca en Vitoria, convertido en victima “a quien su mala estrella había marcado el precio”. Describe esa tensión creciente, “¡Había una victima designada y la querían a toda costa!”, y los esfuerzos tanto de quienes querían apresarlo como de sus amigos por mantenerlo a salvo y “libertar al mártir”.

Aunque hubieran deseado sacar el cuerpo entero, no fue posible: “todos los huesos se desprendieron de su lugar y hubo que sacarlos según fue posible”. En las caderas aun colgaba carne en estado de putrefacción, hallaron los huesos destruidos por el efecto de las balas y todo ello, junto con la ropa, fue depositado en una caja ataúd de zinc. El facultativo aplicó los antipútridos necesarios y, antes de cerrar la caja, se invitó a las autoridades y los presentes a echar un último vistazo a los restos.

Una vez clausurado, se realizó in situ una primera oración por el descanso de su alma en la capilla del propio cementerio, acompañado de las cruces de las tres parroquias de la ciudad. Y a las siete de la tarde, terminada la ceremonia, el féretro quedo presto para salir camino de Madrid. Una semana duró el viaje. El 2 de septiembre a las 7 de la noche entraba en Madrid el impresionante cortejo fúnebre, acompañado de la banda de música militar y lo más altos cargos militares y políticos.

Montes de Oca quedó en el recuerdo como un mártir, y el episodio nacional de Pérez Galdós acrecentó la leyenda en torno a esos primeros días de octubre de 1841, en los que Vitoria fue capital de ese Gobierno Provisional insurrecto. Convulso siglo XIX, cuesta concebir como vivirían las gentes de Vitoria esta atropellada sucesión de acontecimientos, marcada siempre por la presencia excesiva e indeseada de la guerra y las luchas de poder.

Documentos empleados:

– Pérez Galdos, Benito. Episodios Nacionales. Montes de Oca (1900)

– Pérez Núñez, Javier. «El alzamiento moderado-fuerista de octubre de 1841. El caso de la Villa de Bilbao», en Hispania, LVI/2, núm. 193 (1996).

– Gutiérrez Llerena, Felipe. «Historia de un pronunciamiento frustrado: octubre de 1841», en Revista de estudios extremeños, Vol. 60, Nº 1, 2004, págs. 97-150.

– Tierno Galván, Enrique. «Galdos y el episodio nacional Montes de Oca», en Revista de derecho político, Nº 2, 1979, págs. 5-30.

Revista de Madrid (Tercera Serie, Tomo I, 1841).

Acta de la exumación del cadaver de Manuel Montes de Oca (Signatura: FSS_A.M.A._VELASCO,C.179,N.42)

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