En el año 1783, la ciudad de Vitoria volvía a sufrir el azote de una nueva epidemia de viruela. Vieja conocida, la viruela se convirtió en la enfermedad infecciosa más frecuente durante todo el siglo XVIII y, según fue avanzando la centuria, dio lugar a airados debates científicos y éticos acerca de los procedimientos experimentales que podían ayudar a aplacarla. Al respecto de este brote, que se prolongó también en 1784, se conserva una exhaustiva relación de enfermos en el archivo de la Fundación Sancho el Sabio. En este documento, de 16 folios, se anotan los nombres de los varones, hembras y niños que enfermaron, fallecieron o sanaron en las distintas barriadas del casco antiguo: Correría, Herrería, Pintorería, Santo Domingo, Aldave y Barrancal.
Las cifras pueden parecer bajas en esta ocasión, aunque todas las vecindades sumaron varios fallecidos (por ejemplo, en la Correría perdieron la vida seis hombres y cinco mujeres). Pero, sobre todo, resulta interesante constatar que, en esa fecha tan temprana, los informes presentan una actitud abiertamente favorable a las llamadas “inoculaciones”, subrayando los casos en los que su aplicación ha resultado vital:
“Resulta que de veinte y seis individuos barones y hembras que contrajeron la epidemia de viruela el referido año de ochenta y tres, murieron en dicha vecindad, cuatro barones y tres hembras, aviendo quedado tuerto uno de los que se libertaron de la muerte; y que los tres hijos que hizieron inocular Don Manuel de Llano y Don Gabriel de Guesalaga sanaron y quedaron sin daño alguno”.
“En la 2ª vecindad de la Herreria a últimos del 83 entraron las Biruelas, nose puso el cuidado de inocular y asi se contagiaron los niños siguientes”

Curiosamente, el listado sobre los enfermos de la calle Correría está firmado por Lorenzo Prestamero, quien ya por aquel entonces viviría desde hacía años en la casa-palacio del Marqués de la Alameda. Prestamero era un socio sumamente activo de la sección alavesa de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País, una institución pionera a nivel estatal en la defensa de todos los tratamientos punteros y experimentales que por aquel entonces comenzaban a proponerse desde distintas partes de Europa. En ese sentido, no debe sorprendernos encontrar al celebre ilustrado nacido en Peñacerrada defendiendo este procedimiento antivariólico. Pero, ¿en qué consistía exactamente la variolización o inoculación?
Antes de la invención y popularización definitiva de la vacuna contra la viruela por parte de Edward Jenner, a partir del año 1796, la variolización fue el método empleado para luchar contra esta enfermedad, desde aproximadamente la década de 1720. Consistía en hacer una incisión en la piel del individuo y ponerle el polvo de las costras de viruela, para más tarde volver a cerrar la incisión y dejar a la persona aislada para que la enfermedad le atacara de manera leve, atenuada, logrando posteriormente su recuperación (en este punto, es fundamental recordar que esta enfermedad deja recuerdo inmunológico, por lo que si se sobrevivía a la misma no se volvía a padecer sus efectos).
La técnica buscaba esta inmunización al transferir a un sujeto sano material proveniente de las pústulas de uno enfermo. Como apuntábamos, generó muchísimo debate en toda Europa, con fuertes defensores y detractores, y objeciones de carácter médico y moral. Entre las principales críticas, cabría apuntar algunas de las siguientes: negaban que la inoculación provocase la viruela verdadera o atenuada, con lo que tampoco produciría la inmunidad esperada; se temía que las muertes tras la inoculación fueran más numerosas que las provocadas por la propia enfermedad; implicaba también problemas de conciencia, al exponer a los pacientes a un riesgo; pensaban igualmente que podía provocar el mantenimiento constante de focos de viruela que favorecían la formación y propagación de nuevas epidemias y, por último, temían que además de la viruela pudieran introducirse en el organismo otras enfermedades.
Esta airada polémica genero diversa bibliografía, tanto a favor como en contra del método, provocando además que muchos emprendieran una suerte de cruzada personal tratando de aplicarlo y difundirlo en sus territorios. Dentro de esa intensa labor de propaganda en favor de la inoculación antivariólica entre los más pequeños, ocupó un papel fundamental un “medico ilustrado” nacido en Zurbano: José Santiago Ruiz de Luzuriaga (1728- 1793). A quien podemos considerar el primer gran inoculador de todo el País Vasco, seguido por otros muchos colegas y por su propio hijo, Ignacio Maria, años más tarde.
A pesar de ser en origen un sencillo médico rural, se interesó por los grandes problemas médicos de su época (1), figurando entre éstos, los relativos a las epidemias, la reforma de la farmacopea o la variolización, y ejerció en diversas localidades como Lekeitio, Logroño o Bilbao. En las actas de la Real Sociedad Bascongada se publicaron en 1772 sus “Reflexiones y observaciones practicas hechas en el País sobre la inoculación de las Viruelas”, en donde daba cuenta de sus peripecias por los tres territorios históricos, en busca de niños a los que poder inocular. Curiosamente, el primer infante al que Ruiz de Luzuriaga variolizó, buscando dar ejemplo, fue el hijo de Xavier María de Munibe e Idiáquez, el Conde de Peñaflorida, fundador de la Sociedad. Lo hizo el 14 de mayo de 1770, y después continuó con otros ocho muchachos de Berriatua, entre los que, al parecer, se encontraban varios hijos más del Conde:
Satisfecho del suceso que tuvo la inoculación de su hijo M. Félix i temeroso no atacase la viruela Epidémica que ia corria en Bergara, a otros tres que tenia sin pasarla i en buena disposición para inocularlos, determinó, avisándome algunos días antes para que recabase buena materia, embiarlos para este fin con su Hermano maior, su Maiordomo i una asistena el día 22 de octubre a la Anteiglesia de Berriatua a la misma casa que fue la enfermería del que se inoculo antes.
En esta ocasión, todo salió estupendamente, pero Luzuriaga llego a practicar la variolización en dos de sus hijos, con el fatal desenlace de que uno de ellos falleció, tras pasar trece días encamado. Según reflejan las estadísticas, el de su hijo fue quizás el único caso mortal de entre los miles de personas a las que inoculó, y en sus apuntes aparece referido como otra historia clínica más. En otra ocasión, había dejado entrever que su firme compromiso con este procedimiento guardaba estrecha relación con sus hijos y su protección:
Convencido de las ventajas de la inoculación por este método por una parte i deseoso por otra de ver dos hijos mios, la mayor de tres años i el menor de catorce meses, i por consiguiente en la dentición, libres de incurrir en la epidemia de la viruela que corría en esta Villa, que en casi todos los de la dentición era confluente, en la que atendida la precisión que por mis facultades tenía de tratar continuamente con ellos i la precisa comunicación con los mios que apenas me veían se venían a mi, me hacía temer incurriese fácilmente, i siéndome muy difícil ausentarlos, me puse de parte de la inoculación.
A pesar de esta desgracia personal, Luzuriaga no se amilanó, practicándola masivamente e inoculando a más de mil doscientos individuos antes de la publicación de estas “reflexiones y observaciones prácticas”. Siendo en aquel entonces medico de la Villa de Lekeitio, sus experiencias fueron más numerosas en Bizkaia, pero también dedica un apartado a Álava, donde “se ha experimentado el feliz efecto de la inoculación” en nueve niños de la edad de dos y medio a nueve años. Además, este capítulo refiere una singular noticia comunicada por un vecino de Amurrio, socio de la Real Sociedad, sobre un “raro y gracioso” caso en el que la inoculación se convirtió “en juguete de muchachos con el más favorable éxito”:
Hace años estaba influyendo al Cirujano de este lugar (que es de los buenos) a la Inoculación de las Viruelas, leyéndole sucesivamente quantos avisos en el asunto daban las Gacetas, y le tenía dispuesto a hacer experimentos luego que asomase esta enfermedad, que llego el año próximo pasado, habiéndola primero sentido un niño de diez años llamado Domingo Galindez, a quien se manifestaron las viruelas de mala calidad. Como repetidas veces había yo alentado a mi mujer (sin fruto) sobre que hiciésemos inocular los hijos, y en algunas, a presencia, suya, que clamaban por ser inoculados, uno de ellos (Juaquin) de diez años, hallándose un día holgando con otros niños y niñas de su edad, los excito a que subiesen a ver el enfermo, y hablando allí mismo de la inoculación, dispuso el animo de una niña de nueve años a ser inoculada. El mismo Juaquin hizo la operación de esta manera. Tenía por casualidad la niña en la mano una pequeña postilla menor que lenteja, soltó la cascarilla, y asomó alguna corta humedad de sangre aguada: tomó materia de una viruela; y depositando bajo de la postilla, cerro después con la cascarilla (que no había arrancado del todo) aquella parte; y executado esto, publico Juaquin que el había inoculado a Manuelita de Solar, que, sin pesar en Viruelas, a los siete días ya se sintió acometida de ellas, pero con tal felicidad, que depuesta su malicia las experimentó de la mejor calidad que pueden desearse.
El mismo Juaquin mi hijo se inoculó también asimismo después que hizo la operación en Manuelita de Solar; pues habiéndose herido con una navaja levemente el índice de la mano siniestra, e introducido materia de viruela en la herida, quedó inoculado, y sintió y pasó la enfermedad al mismo tiempo que la Manuelita, con la diferencia de que esta tubo muchos granos, y aquel pocos.
Sorprende este relato, en el que el pequeño Juaquin ejecuta a modo de juego una variolización casi perfecta con el mismo método que empleaba el propio Luzuriaga: la incisión en la epidermis del dorso de la mano.
Estos primeros esfuerzos de Luzuriaga, tratando de convencer a cuantos médicos fuera posible de los beneficios de la variolización, fueron continuados en cada territorio por diversos colegas. En el caso alavés, cabe destacar la labor de Manuel del Prin, Manuel Antonio Manso, Juan Antonio de Barcina, Francisco Javier de Ulaortua y Francisco Xavier de la Torre. Estos fueron precisamente los galenos vitorianos que practicaron las exitosas inoculaciones que aparecían reflejadas en la relación de enfermos de la epidemia de 1783-1784, y seguramente lo seguirían haciendo cada vez que un brote se presentará en nuestra provincia. Según se indica, se realizaron la mayor parte de las mismas “pasándoles un hilo muy delgado con una aguja por el pulpillo de la mano entre el dedo pulgar y el índice, entre la epidermis y el cutis, dejándoles metido dentro como una línea de hilo [previamente empapado en secreciones variolosas] y dejando un poquito afuera por los dos lados, al tiempo que se cortaba con la tijera para sacarlo al tercer día”.
Como curiosidad, ya para terminar, un último apunte acerca de la implicación del clero en favor o en contra de esta práctica. Es cierto que entre las opiniones criticas con la inoculación tuvieron gran preminencia los argumentos de índole moral, y que algunos teólogos -como refiere el vitoriano Valentín de Foronda en sus Cartas sobre la policía del año 1801- defendían “que no es permitido hacer el menor mal aunque resulten de él mil bienes”, o “que es usurpar los derechos de la Divinidad el dar una enfermedad al que no la tiene, o el intentar substraer de ella al que en orden de la providencia está destinado a pasarla”. Frente a estos rebuscados argumentos, y frente a la opinión de buena parte de las autoridades eclesiásticas de la época, parece que otros párrocos rurales tuvieron clara la utilidad publica de esta medida, poniendo al servicio de la universalización de la variolización la estructura de la iglesia. En particular, conocemos el siguiente caso referido por el medico vitoriano Manuel del Prin:
En el lugar de Ciriano, inoculé 27. Estando todos avisados para las tres de la tarde, tocó el cura la campana y acudieron todos los muchachos con sus madres al pórtico de la Iglesia donde se inocularon.
Aquel 23 de octubre de 1783, ante la llamada del párroco, Andrés Fernández de Goveo, Ciriano contó con un singular ‘vacunódromo’, en el que se aplicó el siguiente método:
Levantándoles el cutis muy sutilmente a modo de una compuerta y poniendoles una hilacha empapada en el virus, dejando caer la compuerta sobre la hilacha, de modo que ninguno lloró ni hizo demostración de sentir dolor […] no se les prescribió más régimen que mandarles a sus madres no les diesen tanto pan como antes y que no les diesen vino.
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Toda esta polémica que acabamos de exponer, esta sufrida lucha contra la plaga mortífera de la viruela -el “Herodes de los niños”-, no contó con una postura institucional oficial, sancionada, hasta el 20 de noviembre de 1798, fecha en la que se publicó una Real Orden en la que se emplazaba a todos los Hospitales, Casas de Misericordia y de Expósitos a practicar el método de la inoculación. Lo cierto es que este refrendo llegaba demasiado tarde, pues para entonces Jenner ya estaba difundiendo un nuevo sistema de inmunización definitivo, la vacuna, que ocasionaría nuevos debates y que contaría, nuevamente, con un firme defensor en las filas de los Luzuriaga: Ignacio María Ruiz de Luzuriaga (1763-1822). Hijo del anterior, pulicaria en 1801, a instancias del Rey y de la Corte, un Informe imparcial sobre el preservativo de las viruelas, con estadísticas de las primeras vacunaciones practicadas en Madrid y de los esperanzadores datos que estas arrojaban. Pero esta es otra (micro)historia, que quizás podamos conocer en una futura entrada.
Notas:
(1) No todo son luces en la biografía de José Santiago Ruiz de Luzuriaga. También a finales del siglo XVIII, la ciudad de Vitoria asistió a otro airado debate médico relacionado con la obstetricia, en el que nuestro protagonista representó las tesis más duras y recalcitrantes contra las matronas y comadronas que venían encargándose de los partos, tratando de apartarlas de su labor en favor de los hombres. Para conocer esta cara paternalista de la medicalización promovida por los ilustrados alaveses, puede consultarse el siguiente volumen: Ferreiro Ardións, Manuel y Lezaun Valdubieco, Juan. Parir y criar : matronas y nodrizas en la Vitoria de los siglos XVIII y XIX (Bilbao: Beta III Milenio, 2020).
Documentos empleados:
– (1783-1783) Relación de enfermos de una epidemia de viruela en Vitoria [Signatura: FSS_A.M.A._ANEXA,C.272,N.39], Fundación Sancho el Sabio.
– Usandizaga Soraluce, Manuel. Los Ruiz de Luzuriaga: eminentes médicos vascos ilustrados (Salamanca : Universidad de Salamanca, 1964).
– Sánchez Granjel, Luis. Los Ruiz de Luzuriaga y la Bascongada, en II Seminario de Historia de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País. Seminario de Historia (2o. 1988. Donostia-San Sebastián), Donostia-San Sebastián : Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, [1989?], p. 375-393.
– Barriola Irigoyen, Ignacio María. Los Médicos de la Bascongada ante la viruela, en Boletín de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País San Sebastián, Año 36, cuaderno 1-4 (1980), p. 363-368.
Imagen de cabecera:
– Fotografía de Enrique Guinea Maquíbar (Vitoria, 1911)