Cenizas y estiércol…

Vamos a sumar un nuevo episodio de crónica negra al archivo de microhistoria alavesa, analizando un caso acontecido a finales del siglo XIX que conmocionaría a la capital de la Llanada: Agurain/Salvatierra. Supe de este episodio revisando viejos periódicos, al leer una solicitud de indulto procedente de Vitoria en relación a un crimen en el que -según la nota de prensa, bastante imprecisa como comprobaremos más adelante- “un panadero del pueblo de Salvatierra metió en el horno a un parroquiano, muriendo este achicharrado”.

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Podemos reconstruir los pormenores de esta historia gracias a la hemeroteca. Así, el llamado “crimen de Salvatierra”, tuvo una notable cobertura en prensa durante el mes de marzo de 1896. En ese entonces se estaba celebrando el juicio para dirimir la responsabilidad acerca de un homicidio cometido en realidad dos años antes.

Según nos cuenta la crónica, el 17 de diciembre de 1894 llegaba a Salvatierra “con el propósito de adquirir cerdos en el mercado” Juan Arnaez Sáez. No era la primera vez que acudía a la localidad y se hospedó, como de costumbre, en la posada de Ángel Martínez Lagrán. Resulta que esa noche, tras cenar y acostarse, se pierde la pista de Ángel, y no vuelve a aparecer “ni vivo ni muerto”.

Lógicamente, al no presentarse en el mercado del día siguiente, hubo quien preguntó por el tratante de ganado, y el posadero les aseguró que Juan había marchado a San Sebastián en el tren de madrugada. Un par de días más tarde, una carta es expedida desde la capital guipuzcoana. Supuestamente, ha sido escrita por Juan Arnaez Sáez, y va dirigida a su esposa, con quien habitaba en Prádanos de Bureba (Burgos). En la misiva, a modo de despedida, el comerciante asegura “que sus negocios le obligaban a marchar al extranjero”.

Con razón, la carta fue recibida con estupor en el domicilio familiar, y un hermano del desaparecido prefirió trasladarse personalmente hasta San Sebastián, en donde no encontró “rastro de la estancia de Juan”. A continuación, viajó a Salvatierra el día de nochebuena, hospedándose en el mismo lugar que Juan. Curiosamente, no se había tramitado ni un solo billete con destino a San Sebastián desde la estación de Salvatierra el día del supuesto viaje y, ante lo extraño del caso, acudió inmediatamente al juez municipal. Acto seguido fue detenido el posadero y dio comienzo el proceso sumarial, celebrándose finalmente el juicio en Vitoria en marzo de 1896, como ya habíamos apuntado.

Además de Ángel Martínez Lagrán, también fue acusada su mujer, Leona Beltrán; “el primero como autor y la segunda como encubridora” de un crimen que a continuación trataremos de reconstruir.

Durante el interrogatorio a Leona, explicó que su marido había acudido a ella la mañana del 18 de diciembre, indicándole que dos enmascarados habían matado a Juan Arnaez Sáez y que le habían sido entregados varios billetes con los que efectuó diversos pagos. Aseguraba no estar al corriente de otros enseres escondidos en la cuadra, entre los que se enumeran “dos decimos de lotería, un reloj, un revolver y una navaja”; y tampoco sabía nada acerca de la misteriosa carta dirigida desde San Sebastián. Eso sí, admitía haber “fregado el suelo manchado de sangre, del cuarto donde había dormido Juan Arnaez”, una estancia en la que ya por la mañana no había colchones.

Desde luego, resultó más esclarecedora la declaración del principal acusado, el posadero Ángel Martínez Lagrán. Según su exposición, la noche de autos bajó a la tienda y cortó jamón y pan. Con el cuchillo en la mano, y un candil, fue a la cuadra y allí se le apagó la luz. Momento en el que apareció Juan Arnaez con la vara que usaba como ganadero y le dio un palazo en la cabeza. Él, defendiéndose, asestó una cuchillada a ciegas al atacante. Al caer al suelo, el herido comenzó a sangrar. Ángel bajó un colchón de la habitación y ató el cuerpo (suponemos que sumamente malherido) con la faja que llevaba el tratante (en donde, precisamente, se escondían los billetes). A continuación, lo subió hasta la habitación alta en donde tenía el horno. A la tres de la mañana lo metió ya cadáver, y vestido, en el fuego, y estuvo encendido y ardiendo hasta las seis de la tarde. Después, reducido a cenizas, las bajo a la cuadra, y pudo ver “algunos huesos en ellas”.

Lógicamente, el fiscal le indicó la contradicción flagrante con la versión de los enmascarados, y admitió haber mentido. Además, también se hizo responsable de la carta enviada desde San Sebastián. En el momento en el que se iniciaron las pesquisas, los peritos científicos analizaron varios paquetes de cenizas extraídas del lugar, y fueron incapaces de localizar ningún resto humano, por lo que no podían “afirmar se haya quemado el cadáver en el horno”. Además, los calígrafos analizaron la carta dirigida a la viuda, hallando “letras escritas en dos tiempos”. La propia mujer confirmó que al recibir el texto se percató de una letra diferente a la de su esposo, asegurando además que este había partido hacía Álava con 8.300 reales.

Ambos detenidos se enfrentaban a una acusación por un delito de robo y homicidio. Para él, se añadían además los agravantes de alevosía, abuso de confianza y nocturnidad, y se solicitaba la pena de muerte. Para ella, se pedían ocho años y un día de prisión. Como curiosidad, la defensa de Ángel Martínez recayó en manos de Guillermo Elio (futuro alcalde de la ciudad), y la de Leona fue dirigida por Valeriano Zurbito. Los defensores, en cambio, pedían seis años para él y la absolución en el caso de la mujer.

A la vista del juicio, y al no dar veracidad a su versión del incidente a oscuras, Ángel Martínez Lagrán fue sentenciado a muerte, considerándole culpable del asesinato, y del robo del dinero y los enseres personales. En principio, según reportan otros periódicos, parece que hubieran considerado que el crimen se cometió hallándose Juan Arnaez “en la cama y sin poder defenderse”. Además, se consideró probado que habían recogido y arrojado las cenizas al pasillo de la cuadra, confundiéndolas con el estiércol. Respecto a Leona Beltrán, fue absuelta y puesta en libertad.

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De este modo, llegamos al año 1897, y de nuevo la prensa local recoge notable información sobre el “crimen de Salvatierra”, pues es ahora cuando habría de aplicársele la pena máxima. Por ello, a mediados de marzo arranca de nuevo, como solía ser habitual en estos casos a lo largo de todo el siglo XIX, la solicitud de clemencia [a este respecto, ya publicamos una entrada precedente: ‘La historia nos absolverá‘]. En el diario vitoriano La Libertad leemos el 14 de febrero:

Si la regia prerrogativa no ejerce la más hermosa de las gracias, el mas generoso de los perdones, pronto se elevará en un pueblo de nuestra provincia el infamante patíbulo. En él tendrá desenlace trágico, como su prólogo, aquel horrible crimen de Salvatierra. Día triste, ese, que ojalá no tengamos que añadir a sus similares que ya se iban olvidando en la lejanía del tiempo.

Como indica la nota, el consejo de ministros había denegado el indulto, por lo que ya tan solo podría recibirse por parte de la Corona. Por ello, consideran que las autoridades, la población y la prensa deben dirigir la suplica al más alto de los poderes para que “su real longanimidad trueque los horrores del cadalso por los de la cadena perpetua”. Son ciertamente interesantes estas muestras de reprobación y condena hacia la pena capital en la prensa vitoriana (también las vimos, por ejemplo, en el caso de Juan Díaz de Garayo), pues, aunque “negro y espantoso” fuese el delito, “es virtud eminentemente cristiana el perdonar”.

Además, el diario no duda en incluir una misiva del abogado, Guillermo Elio, pidiendo la conmiseración general:

El joven letrado estaba removiendo cielo y tierra, reuniéndose con el Obispo, el Presidente de la Diputación, el Gobernador Civil, el Diputado por Laguardia, el Director de Establecimientos Penales o el alcalde de Salvatierra. Durante días, la prensa vitoriana impulso enérgicamente este proceso, recordando incluso algunos méritos del reo: “fue tres años artillero, quinto de Alfonso XII, asistiendo bodas con actual Reina y siete años guardia civil”. Todas las autoridades apoyaban su causa, pero, a pesar de las solicitudes de clemencia, el patíbulo termino alzándose nuevamente en Agurain/Salvatierra el 26 de febrero de 1897.

Esta parte final del proceso también la conocemos al detalle, siguiendo el eco en la prensa local y nacional. Ángel Martínez Lagrán se encontraba en la prisión celular de Vitoria, desde donde fue conducido a Salvatierra en tren en compañía del Juez instructor, el párroco de San Vicente (Justo López de Arroyabe, siempre presente en estos momentos tan apurados), el doctor Jerónimo Roure y varios miembros de la Cofradía de la Paz y la Caridad. Se encontraba “relativamente tranquilo”, entregado por completo “a los consuelos de la religión”.

Al llegar a su localidad, le esperaba un buen grupo de gente, “acercándosele algunos conocidos a saludarle”. Después, fue trasladado a la casa consistorial de Salvatierra (el actual Ayuntamiento, donde tradicionalmente se había ubicado la cárcel real), donde se había dispuesto la capilla en la que transcurrirían sus últimas horas. Descansó, “le fue servido un desayuno compuesto de una sopa de ajo, jamón y un té”, y le fue notificada la sentencia ante la impresión de todos los presentes. Sabemos, por las indicaciones de la prensa, que la capilla se encontraba “en uno de los cuartos bajos de la casa de la villa”, y contaba con una ventana que daba a la calle, en la que se había dispuesto un altar con un Santo Cristo y una Virgen de Lourdes [en la parroquia de Santa María de Agurain/Salvatierra existe una replica de la gruta de las apariciones de Lourdes, por lo que quizás sea esa misma la talla que emplearon]. El patíbulo, en cambio, se emplazó a las afueras, en el sitio ‘las carboneras’, “una pequeña altura junto a la carretera”.

Ayuntamiento de Agurain/Salvatierra

Por subrayar esa caridad cristiana que impulsaba la demanda popular del indulto, se menciona también una colecta popular “a la que ha respondido todo el vecindario” y el encargó, por parte de varias personas piadosas, de diversas misas en sufragio por el alma del ajusticiado. Además, la esperanza con respecto al indulto obligaba a solicitar ultimas intentonas de conmiseración, por lo que el abogado y el alcalde de la villa siguieron telegrafiando a palacio.

Como es habitual, la prensa refiere detalles muy precisos (algo que también nos topamos en las cuentas de gastos y los documentos más burocráticos asociados a varias sentencias de muerte, y conservados, por ejemplo, en el Archivo Municipal de Vitoria-Gasteiz). Por ello, conocemos su última comida (sopa de macarrones, cocido, un pichón asado y lomo), su pulsación (de 70 a 75) o su vestimenta.

Tal y como se indicaba en la nota del periódico, el reo sería prontamente “ejecutado colocándose de frente al pueblo”. Casualmente, la pena máxima volvía a aplicarse en Álava coincidiendo con un periodo sumamente festivo, el Carnaval, por lo que la prensa señalaba ese contraste entre “ese horrible instrumento de muerte” y “las alegrías” que vienen con los días que corren. En La Libertad, diario ampliamente comprometido durante todo el proceso con la solicitud de perdón, arrancaban la crónica del 28 de febrero de 1897 de la siguiente manera:

Perfectamente enterados de cuantos detalles pudieran relacionarse con este triste asunto nos hemos abstenido de publicarlos porque ni es debe nuestro satisfacer las que juzgamos malsanas curiosidades, ni descendemos a negociar con humanos despojos, a traficar con sucesos casi sagrados ante los que todo hombre honrado debe descubrirse y enmudecer de respeto.

Resulta además contraste horrible y brutal el ver largas columnas de pormenores relativas a la terrible ejecución cuando el pueblo se agita en los locos placeres del Carnaval.

Misión de la prensa es guiar y dirigir a la opinión, no seguirla en sus extravíos si por acaso los tuviera. Firmes en esta idea nos limitaremos a dar concisa y escueta relación de lo sucedido, callando mucho de lo que sabemos y callando comentarios que pudiéramos hacer.

Tras este toque de atención, ante el morbo y la curiosidad malsana que podía rodear un caso de este estilo, la crónica apunta que Ángel Martínez Lagrán murió con “entereza imponderable” y “resignación cristiana”. El dinero recaudado en la encuestación anteriormente mencionada, dispuso se repartiera en tres partes: una para su viuda, otra para sus hijos y la tercera dedicada a sufragios por su alma.

Antes de terminar el reporte, La Libertad se presta a corregir un detalle que al parecer han indicado otros periódicos, por voluntad del abogado del desdichado, Guillermo Elio:

Dicen que el reo pidió perdón por su horroroso crimen, y no es exacto: Lagran que ha muerto asegurando que no es cierto cometiera el hecho como se ha supuesto si no como lo declaró en el juicio oral, ha pedido perdón a varios particulares con quienes pudo antes tener resentimientos personales, solamente por estos.

Es curiosa esta aclaración sobre el alcance del perdón del condenado, si la comparamos con la afirmación en prensa de que quizás, “acaso un día”, se abra paso el perdón que permita dejar de aplicar la más dura de las penas.

Como último apunte, podemos identificar al verdugo que ejecutó la pena máxima accionando el garrote. En esas fechas, sin lugar a dudas, la infausta labor sería realizada por Gregorio Mayoral (1861-1928). De hecho, como solía ser frecuente, la prensa también apuntó su traslado y llegada al territorio alavés. Así, el corresponsal vitoriano de El Eco de Navarra indica, “en el tren mixto de las cuatro y media de la mañana pasó por esta estación del Norte el ejecutor de la justicia de la Audiencia de Burgos para cumplir su triste oficio en Salvatierra”.

En realidad, por fortuna, Mayoral no actuó en demasiadas ocasiones en nuestra provincia. Había comenzado a ejercer como verdugo en 1892, por lo que la ejecución de Ángel Martínez Lagrán fue su primera visita a Álava. Tras esta, no regresaría hasta 1904, con el célebre caso de Luis Doroteo Castellón López, alias el Chato Doble. Posteriormente, regreso en alguna ocasión a Vitoria, pero su labor se vio frustrada ante la llegada del indulto en la ultimísima hora. En particular, estuvo en la capital alavesa en diciembre de 1925 y, de forma sumamente excepcional, concedió una entrevista al reportero del Heraldo alavés. Con el título ‘Hablando con el verdugo’, se trata de un testimonio impresionante de los quehaceres de Mayoral, y de su situación profesional y personal. En un momento dado, el periodista le recuerda que lleva años sin pisar nuestra tierra, veintiuno en total, y le espeta una frase con la que nos sentimos identificados:

-No crea usted que echamos de menos su visita…

Documentos empleados:

– Diario de Burgos  (13-03-1896) (14-03-1896) (16-03-1896)
– La Rioja (15-03-1896)
– El Imparcial (13-2-1897)
– Heraldo Alavés (18-12-1925)
– La Libertad (14-02-1897) (16-02-1897) (17-02-1897) (18-02-1897) (26-02-1897) (27-02-1897) (28-02-1897)

Imágenes:

– Cabecera: Feria de Ganado en Salvatierra (fotografía de Vicente Lopez, ATHA, ES.01059.ATHA.VIC.NP.00934)

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