En estos días de cuarentena, me vino a la mente la siguiente microhistoria, con la que me cruce fortuitamente compilando información sobre presos condenados a muerte en la vieja cárcel celular de Vitoria.
En el mes de septiembre de 1908, un reportero del Heraldo Alavés visitaba la prisión de la capital alavesa, la primera en España construida con el sistema celular y todo un ejemplo de modernidad, incapaz de “causar al visitante aquella sensación de repugnancia y horror propia de las prisiones”. La visita de ‘Kastroles’, que así firmaba el periodista, tenía un porqué bien sencillo: aportar su granito de arena en favor del indulto de tres reos condenados a la máxima pena, haciendo que el pueblo vitoriano conociera “su vida interna, sus desdichas, sus pesares, sus quebrantos, el calvario que recorren diariamente desde que apunta el sol para iluminar la tierra y alegrarla con sus risas hasta que muere melancólicamente en la hora del crepúsculo”. ¿Quiénes eran los condenados? ¿De qué se les acusaba?
Eran conocidos como “los reos del Puerto” o “los Estavillos”, y se les acusaba del asesinato de Miguel Suso y Campo, peón caminero. El crimen había tenido lugar en la “charca de la tejera” el 8 de diciembre de 1905, un lugar ubicado en el puerto que une Vitoria con Peñacerrada, y los condenados eran la mujer de Miguel Suso (Ventura Aguirre), su amante (Agapito Estavillo) y el hermano de este (José Estavillo), responsable material del asesinato, perpetrado con premeditación y alevosía a fin de librarse del peón que ya conocía o sospechaba esté “amor criminal”.
Tras la detención inicial, fueron sentenciados a muerte en noviembre de 1906, y durante todo el año 1908 fueron constantes las solicitudes de indulto por parte de todas las autoridades competentes (presidente de la Diputación, alcalde de Vitoria, etc.), convirtiéndose el perdón en un verdadero clamor popular continuamente reflejado en la prensa local:
El crimen cometido por estos desgraciados fue horrible […] Pero hay una sentencia del Divino Maestro que dice: condena el delito y compadece al delincuente. Si queremos que nos perdonen tenemos que comenzar por perdonar, y siempre fue acto meritorio abogar por la misericordia en favor de los desgraciados.
Los vitorianos no querían que el “fatídico cadalso proyecte su sombría silueta sobre tierra alavesa”, y valiéndose de ese clima de conmiseración el cronista del Heraldo Alavés deseaba “ver a los reos, hablar con ellos, leer en sus ojos turbios por la tristeza todo lo que la lengua no sabría o no podría expresar y todo esto para contarlo al público, para dárselo a la masa anónima de lectores a fin de establecer una corriente de simpatía en favor de aquellos desgraciados”.
Inició así la visita a las celdas, guiado por el antropómetro de la prisión, y justo a las diez de la mañana escuchó el sonido de un reloj y el canto de un pájaro:
– Es de los Estavillos.
– ¿Qué?
– El pájaro que acaba de cantar.
Entraron entonces en la estancia de Agapito, “larga, estrecha, de paredes blancas, provista de camastro y cabezal con una ventana rectangular con barrotes férreos”, e iniciaron una breve conversación, en la que el preso afirmaba estar resignado, dentro de su desgracia:
– ¿Y qué hace?
– Ya ve usted. Cuidar pajarillos.Agapito Estavillo en su prisión celular cuida pajarillos. Su mayor consuelo es sentir el cálido halago de las plumas negras y débiles del inocente animalito.
Agapito lleva al pico del pájaro insaciable alimento cotidiano y el animal corresponde a las caricias de su protector renunciando a su vida de libertad en el campo, a su casa con pajas fabricadas en las ramas de los arboles pomposos. El pobre animal se ha resignado a la lobreguez de la prisión, al aire de los patios y la canturía monorrítmica del preso su guardador.
El periodista pudo contemplar también la celda del hermano, José Estavillo, quien se encontraba en ese momento reunido con su familia. En su caso, las largas horas de encierro las dedicaba a la pintura y la escritura, y el reportaje refiere varios retratos de familiares colgando de las paredes, un álbum con dibujos e incluso alguna coplilla de su puño y letra. Curiosamente, ‘Kastroles’ aprovecho para conversar también con otros prisioneros, “los autores del robo de casa Bajo” (un comercio ubicado en la calle de la Estación), y uno de ellos tenía también el mismo entretenimiento que Agapito:
– ¿Y qué ocupación tiene usted en la celda?
– Me ocupo en domesticar pajarillos.
– Es una distracción.
– Si señor.Oímos gorjeos de avecillas. Luego revolotea por la celda un pajarillo alegrándola con sus trinos. El pájaro que educa o domestica Ricardo Revola tiene un plumaje pardusco y no ofrece suavidades ni líneas esbeltas. Su pico larguísimo contrasta con la pequeña cabeza, las patitas largas y rudas se doblan en ridícula posición.
– ¿Se divierte usted mucho con el pajarillo?
– Es mi único consuelo.
Imaginamos, por tanto, que sería costumbre entre multitud de internos de la prisión vitoriana, el cuidado y la cría de pajarillos, como hemos visto en infinidad de películas y relatos carcelarios, con el “pajarero de alcatraz” como principal exponente. Durante los meses siguientes la lucha en favor del perdón de “los reos del Puerto” llegaría hasta las más altas instancias, sin aparente éxito. El 16 de febrero de 1909, los tres condenados entraban en capilla, desesperanzados, y justo entonces, en el último momento, el monarca les concedió la gracia de indulto.

En ese momento, el mismo reportero, ‘Kastroles’, obtuvo el permiso del presidente de la Audiencia para conversar con ellos y conocer de primera mano sus impresiones. José se encontraba en el calabozo, y ahora también él se encargaba del cuidado de un pajarito, al que trataba “con el esmero de un enamorado”. Agradecía enormemente el interés que la ciudadanía y las autoridades habían puesto en su caso, y aseguraba no recordar demasiado bien lo que había experimentado al recibir la agraciada noticia:
Solo recuerdo que era de noche. En capilla se pierde la noción del tiempo. Pasan las horas y el tic tac del reloj parece de carne que contando la caminata breve de la vida que nos resta por recorrer.
Después, el reportero acude al encuentro de Agapito, a quien describe algo más animado que su hermano, feliz sobre todo por no haber deshonrado a su familia, pero aún conmocionado por lo vivido la pasada noche:
– Apenas he dormido una hora. Toda la noche la he pasado en un largo sopor. Tenía visiones horribles. La silueta fatídica del patíbulo. El verdugo. La capilla con velas amarillas alumbrando la imagen vivida de Jesús. Una noche cruel de recuerdos tenebrosos que me han hecho sufrir mil veces más que la cruenta pena que la Justicia me aplicó.
– ¿Ahora estaba usted más tranquilo?
– No puedo negarlo. Ahora solo deseo ser destinado a la misma penitenciaria que mi hermano para tener siquiera el consuelo de verle.
También en ese duro momento, Agapito mantenía la compañía de su pajarillo, en quien, como veremos a continuación, había depositado su última voluntad:
– ¿Ve usted a ese pajarillo? Pues está preso en la jaula porque me han perdonado la vida. Era mi única disposición testamentaria. Si yo muero, había dicho, déjese en libertad a ese animalito que ha compartido conmigo las tristezas de la prisión.
De esta manera, paradójicamente, el perdón de los reos supuso el mantenimiento del cautiverio de los pobres pájaros, convertidos en la mejor -y más poética- distracción y consuelo en esos momentos de pesadumbre. Ahora que toda la población vive su particular y momentáneo confinamiento, valga esta entrada como recuerdo a l@s pres@s… si acaso esto sirviera para tomar una mínima conciencia de lo que supone estar entre rejas.

Documentos empleados:
– Heraldo Alavés (13-12-1905), (15-12-1905), (03-11-1906), (06-11-1906), (07-11-1906), (15-09-1908), (16-09-1908), (16-02-1909).
Imágenes:
– Cabecera: fotografía de Raymond Depardon, prisionera alimentando a un pájaro (1998) © Raymond Depardon/Magnum Photos