En esta ocasión, volvemos a un periodo de la historia de Vitoria ya abordado en anteriores entradas, para arrojar algo de luz sobre las consecuencias derivadas de la inactividad militar de los miles de soldados británicos acantonados en la ciudad durante el invierno de 1836, a consecuencia de la Primera Guerra Carlista. ¿Hubo momentos de asueto y divertimiento entre tanto sufrimiento? ¿Cómo transcurrían las noches de aquella Vitoria en la que se entrecruzaban las lenguas? ¿Qué excesos produjo finalmente la ociosidad?
Antes de analizar lo que la documentación existente y los diarios nos indican acerca de este tema, cabe apuntar que la Legión Auxiliar Británica arrastraba mala fama desde el momento mismo de su conformación, y fueron constantes los intentos por parte del bando enemigo de deslegitimar y despreciar a sus integrantes. Un general prusiano, enrolado en el bando carlista, afirmó que “la tropa se componía de las heces del populacho de los tres reinos”. Parece cierto que buena parte de los voluntarios fueron captados a mediados de 1834 en las calles de Londres, Manchester o Glasgow, y pertenecerían seguramente a las clases más desfavorecidas, en busca de una paga estable y con poca o nula implicación con el conflicto en el que iban a participar. Pero, aún así, cabe preguntarse si esta realidad difiere notablemente de lo ocurrido con otros ejércitos, en otros periodos. En este sentido, hubo quien salió en defensa de la Legión Auxiliar Británica, afirmando que “los ejércitos de Wellington no fueron tan caballerosos y valientes como la historia ha afirmado con posterioridad […] ¿no fueron acaso reclutados también de forma apresurada y enviados al frente? ¿no estaban conformados por los mismos cimientos morales de los que están hechos los soldados de ahora?”. Por ello el soldado Alexander Sommerville termina afirmando que esta era y es “esa parte particular de la sociedad de la que generalmente se componen los ejércitos”.
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Las tropas británicas entraron en la ciudad de Vitoria el 3 de diciembre, bajo un ambiente relativamente festivo en el que las fachadas se engalanaron, hubo bandas de música e incluso un globo con varias banderas en el que se leía: “El inglés generoso que lucha por la libertad de las naciones”. Dos días más tarde, se organizó un baile a modo de recibimiento en el Teatro, al que acudieron los responsables de los distintos ejércitos (Cordova, Espartero y el General Evans) y numerosas tropas, que dejaron por escrito que el espectáculo resultó “soso y estúpido hasta lo inimaginable”, con el agravante de que ni siquiera se sirvió cena y “quien quisiera un refrigerio tenía que acudir a la fonda del teatro y pagar sus céntimos”.
Debemos imaginar que, por lo general, el ambiente de esta Vitoria de principios del XIX sería ciertamente tranquilo, y que sus aproximadamente diez mil habitantes no contarían con excesivos espacios de ocio, a excepción de las tabernas, el teatro y los lugares convenidos de encuentro en las principales plazas de la ciudad. Aunque, en palabras del teniente general Fernando Fernández de Córdova “en Vitoria […] se bailaba y galanteaba todas las noches, y la música improvisada de un piano o de cualquier otro instrumento, incluso la popular y prosaica guitarra, se confundía a veces con el estampido del cañón que resonaba en los cantones fortificados inmediatos”. Sobre el teatro nos han llegado más anécdotas, en las que suele aludirse a sus gestores: un actor llamado Farro y su mujer, intérpretes y encargados también de la casa-fonda. Debian ser ambos, para aquel entonces, de avanzada edad, y poco después un viajero a su paso por Vitoria afirmó no haber visto nunca “una pareja más vieja, más desriñonada, más desdentada, más legañosa y más calva y más caduca”. A pesar de ello, se esforzaban por entretener al personal, y a pesar de las penurias vividas aquel año, conservamos el testimonio de una noche gloriosa, la noche de las cien botellas de champán.
Nos la narra el propio Fernández de Córdova en sus “Memorias intimas”, quien fue testigo de esta divertida parranda:
-Señor Córdova -me decía Farro- los ingleses tienen esta noche gran comida, y ya llevan cuarenta y ocho botellas despachadas. Esto va bien y la noche promete.
Y cuando más se ocupada en celebrar el número de las botellas y aquel inusitado triunfo, recibió otro aviso urgente.
-Señor Córdova, ¡ya son sesenta, y no han entrado en los postres todavía”
-¿Podremos asistir sin ser vistos a esa cena de Baltasar? -le pregunté.
-Nada más fácil- me dijo el actor acabando de arrancar su peluca, aunque sin quitar de sus mejillas el almazarrón que le servía de fino y delicado colorete.
Y concluido el bolero, que no perdonábamos nunca, porque la protagonista era graciosa y amable, nos encaminamos Casasola, Cumbres Altas y yo a la fonda, que también servía de residencia y hospedaje a Farro, con su flamante compañía de verso. De larga distancia y en el silencio de la calle, comenzamos a oir los vigoroso hurras de los ingleses y los taponazos del champagne. El número de sesenta se había aumentado, y cuando llegamos a nuestro puesto de escondite pudimos presenciar el cuadro más pintoresco del mundo. Hasta treinta o cuarenta generales, jefes y oficiales habría en la gran mesa, incluso Evans, todos con elegantes uniformes colorados, con las caras tan encendidas como las casacas, los ojos chispeantes y la voz temblona. Estaban en los brindis: la reunión llegaba al punto álgido del entusiasmo. Después de los discursos de los más graduados, que por ser dichos en ingles no entendimos, tocóle el turno al comandante D. Fernando Cotoner, de los Chapelgorris, único español invitado. Ya muchos estaban recostados sobre la mesa, y otros dormían debajo de ella. Cotoner era allí el único sereno, y en quien las botellas de Farro no habían producido perturbación sensible. Desde nuestra juventud, en Barcelona, conocía yo su resistencia en está como en todas las lides, acostumbrado sin duda a mantener aquellas con los ricos mostos de Bañalbufar. De pie, con la copa en la mano, arrebatado como la grana, con los ojos brillantes cual dos carbunclos, y con ese acento marcadamente mallorquín que jamás le ha abandonado, decía a los ingleses en correcto español, sin que su auditorio le entendiera una sola palabra:
-Señores borrachones (aplausos y hurras), sois unos valientes para batiros, pero poco temibles cuando se trata de trincar. ¡Vais a pagar a Farro mucho vino! Estáis todos muy malos… (hurras y aplausos). Sostenéis mejor en el campo que en la mesa el honor británico (mayores aplausos y hurras). Saludo a la bandera inglesa…- Y como al llegar a este punto quisiera el valeroso mallorquin mezclar en su discurso algunas frases inglesas que había aprendido recientemente, atragantáronsele en la garganta, y puso fin al discurso, y los ingleses a la comida, dejando a buen número tendidos en aquel campo de batalla hasta el siguiente día, y a Farro entusiasmado, pues habían consumido cerca de cien botellas, cuando él, en sus cálculos más ambiciosos, sólo contaba con sesenta.
Por desgracia, no se nos indica la fecha en que tuvo lugar esta copiosa cena, pero a tenor del ambiente animado del encuentro debió de ser a finales de diciembre, antes de que llegará la Navidad de 1835. Sobre la manera en que se vivió este señalado momento en el calendario, contamos con una entrada en el diario del mayor Richardson el día 25 de diciembre en la que se asegura que trataron de respetar todas las particularidades de esta festividad, contando con vino en abundancia y teniendo además “el placer de presenciar la llegada de varios desertores” que llegaron a última hora de la tarde. Sin embargo, los carlistas les hicieron otra curiosa jugarreta. Sabedores de que los ingleses eran aficionados a cenar pavo el día de Navidad, varios campesinos de la zona habían engordado especialmente a los suyos para el mercado que se iba a celebrar en Vitoria, pensando en cobrarles una alta suma a cambio. Dos días antes, se los dispuso en bandadas y, camino de la ciudad, los carlistas se interpusieron en su camino: “estos pavos se quedan con nosotros. Los ingleses les tendrán mucho cariño, pero nosotros también: con vuestro permiso, haremos nuestra cena con ellos”.
Por lo demás, podemos imaginar que los excesos en la bebida no solo se darían en fechas tan señaladas. Richardson afirmó:
Mientras estábamos en Vitoria, las escenas de embriaguez y desorden, que tuvieron lugar entre cierta clase, fueron tales que se convirtió en parte del deber cotidiano de nuestro Oficial de Campo el hacer la ronda por los cafés a las diez en punto de la noche, expulsando a los oficiales de la Legión que aún se encontrasen en ellos. Era esta una labor desagradable, ya que no resultaba infrecuente que una parte de estos señores insultasen al Oficial […] Apenas pasó una noche sin algún tipo de discusión o gresca del tipo más desagradable.
Y, en ese mismo escrito, refiere incluso el caso concreto de algún camorrista excepcional:
Entre algunas de las personas más extraordinarias, a quienes el Teniente General había admitido en el servicio, había un extranjero llamado Petto, un verdadero rufián de aspecto feroz. Nunca se ilustró de manera más acertada el carácter de un completo matón que en la persona y las maneras de este individuo, presente en cada una de las “broncas” ocurridas en Vitoria, y al que muchos de los espíritus más tranquilos y caballerosos de la Legión odiaban y temían.

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Seguramente episodios como estos alentaron ciertas mentiras difundidas por la prensa internacional, en las que se hablaba, a comienzos del mes de febrero de 1836, de como los soldados ingleses a cargo del General Evans, completamente borrachos, habían asesinado a ciento treinta carlistas indefensos cerca de Vitoria. Estas calumnias, que deben entenderse dentro de un clima de contrapropaganda común a todas las guerras, llegaban incluso a influir en el debate parlamentario inglés, en el que existía una fuerte resistencia a la intervención británica en tierras españolas.

Buceando en las actas municipales de estos primeros meses de 1836, en las solicitudes de suministros y en las comunicaciones de la Legión Británica, sorprende la constante solicitud de raciones de vino y aguardiante, algo en parte comprensible si nos atenemos al tremendo frió que se sufrió en Vitoria aquel año y a la pésima alimentación que se les dispensaba. Como curiosidad, el 6 de enero solicitan “10000 cuartillos de vino y 3333 cuartillos de aguardiente”, y el 2 de febrero, el Comisario General vuelve a requerir “diez mil cuartillos de aguardiente”. Cabe apuntar que este tipo de requerimientos muchas veces tardaban en hacerse efectivos, y que los tiras y aflojas entre el ejército británico y la Diputación eran constantes, criticándose en muchos casos que las cantidades finalmente entregadas eran muy inferiores a las solicitadas oficialmente.
De todos modos, tenemos la fortuna de contar con dos detalladas tablas, redactadas el 10 y el 11 de marzo de 1836, en las que se “manifiesta las raciones de pan, vino, carne, cebada, paja y leña” repartidas durante esos días. Casualmente, la columna referida al aguardiente aparece vacía, aunque casi todos los diarios de militares británicos lo mencionan en varias ocasiones, incluso en el caso del personal médico, como ocurre con el inspector general de los hospitales británicos Rutherford Alcock:
El vino era generalmente agrio y malo, rara vez de calidad. Como condimento a estos miserables alimentos, el soldado era inducido frecuentemente a engullir grandes tragos de aguardiente (en caso de poder comprarlo, pedirlo prestado o robarlo), que a menudo lo embriagaba y originaba nuevos tormentos, al inflamar el tracto digestivo.
Este apunte medico refiere al periodo final de los británicos en tierras alavesas, en marzo y abril, cuando hizo aparición la epidemia de tifus y los soldados comenzaban a fallecer de forma masiva y descontrolada. En ese momento, también la prensa nacional se hizo eco de los excesos, los cuales figuraban ya entre las amplias causas que dieron lugar, según ellos, a la alta mortandad entre las filas inglesas. Se estaba librando en ese periodo una batalla por el relato, en la que unos y otros buscaban eludir responsabilidades ante la debacle de la Legión Auxiliar Británica. Así, en una noticia publicada en El Nacional en marzo de 1836, leemos:
Otras pues serán las causas que deban explicarnos el casi anonadamiento de la legión inglesa. Una de ellas consiste en la moral de los reclutas, indiferentemente sacados de los muelles de Dublin y de las calles de Manchester; otra es la absoluta falta de disciplina, y una destemplanza que se manifiesta con los mas deplorables escesos en la bebida de licores y en un país que reclama ejemplar sobriedad. Sabemos que destinan exclusivamente su gratificación a dicho abuso; y que no contentos de ello, se observa casi diariamente que los soldados de la legion inglesa se venden su racion de carne por el infimo precio de cuatro cuartos, para con ellos comprar aguardiente. Por último ha llegado al intemperancia al estremo de satisfacerla con el producto de la venta de los efectos de equipo.
Por último, podríamos cerrar este apartado con el siguiente recorte de un expediente encargado por la Diputación, en el que la embriaguez y los excesos aparecen como detonantes definitivos de la epidemia y la muerte:
No se alteró sensiblemente la salud de los ingleses hasta pasados los días de Navidad y año nuevo que celebraron con la embriaguez. Solo el esceso en las bebidas espirituosas pone al aparato digestivo y al sistema nervioso en un estado de trabajo y agitacion que es suficiente para producir grabes enfermedades: y si a esto añadimos que se varios de los embriagados se quedaban tenidos en las calles, y en el suelo de las habitaciones en tiempo de los frios mas rigurosos junto con otros desarreglos consiguientes, no se extrañará que se haya alterado tan notablemente la salud de la Legion.
Como ya analizamos en una entrada anterior, la indisciplina y los abusos eran a menudo castigados, en ocasiones incluso de forma excesiva, y eran comunes los consejos de guerra relacionados con los intentos de deserción, las faltas derivadas del alcoholismo, el juego, la venta de objetos y accesorios, etc.
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Para terminar, hubo quien supo divertirse sin recurrir al desorden. Los diarios ingleses nos hablan de la singularidad irlandesa, cuyos regimientos se acuartelaron inicialmente en Arriaga -y posteriormente en Foronda-, sin entrar en la ciudad. Conviene además recordar que los soldados irlandeses viajaron, en gran medida, en compañía de sus mujeres e hijos, llegando a Vitoria “unas cuatrocientas o quinientas” (trescientas de las cuales pertenecían a la brigada irlandesa), acompañadas de aproximadamente doscientos cincuenta niños”. Este peculiar campamento, fue descrito como “un oasis de salud en el que era agradable vivir. Mientras los hombres de otros regimientos se arrastraban por Vitoria envueltos en sus grandes capas, calentando sus escasas y miserables raciones en hogueras que solo producían humo, los irlandeses se paseaban contentos, jugaban al salto de la rana y lanzaban piedras como si todavía estuviesen en la Isla Esmeralda”.
Durante su estadía, tuvieron incluso ocasión de festejar San Patricio, patrón de Irlanda, en un momento en el que los ingleses atravesaban su momento más critico en la ciudad. El 17 de marzo, como relata el capital Charles William Thompson:
Se entregó una ‘peseta’ a cada hombre para que se divirtiera, con la única condición de que no excedieran los límites del pueblo (Arriaga); y los tambores y flautines desfilaron por los caminos, seguidos por una confusa multitud de soldados bailando y arrojando sus gorras al son de ‘St. Patrick’s Day’ o ‘The Sprig of Shillelagh’, ante la sorpresa de los españoles que habían salido de la ciudad para ver lo que sucedía en Arriaga. En esta ocasión, cuando pudo haber habido algún pretexto para ello, apenas se registró un único caso de embriaguez en un batallón de entre seiscientos y setecientos hombres, y ciertamente no implico ningún disturbio o insubordinación. El calabozo estaba tan despejado de prisioneros al día siguiente como antes de la jornada festiva.
Seguramente no podríamos afirmar lo mismo del calabozo militar vitoriano, instalado en el locutorio del convento de la Santa Cruz (al estar separado del edificio por una reja de hierro), en el que día sí y día también, como afirma Julio Cesar Santoyo, “despejaban su mente los borrachos de turno”.
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Esta entrada amplia algunos aspectos esbozados en la exposición «Vitoria-Gasteiz: ciudad de la muerte (1835-1836)«, celebrada en la Fundación Sancho el Sabio durante los meses de octubre a diciembre de 2019, dentro de la programación del Festival Zakatumba Jaialdia.
Documentos empleados:
– Alcock, Rutherford – Notes on the medical history and statistics of the British Legion of Spain (1838)
– Sommerville, Alexander – History of the british legion and war in Spain (1838)
– Richardson, John – Movements of the British Legion (1837)
– Fernández de Córdoba, Fernando – Mis memorias íntimas (1886)
– El Nacional (25-3-1836)
– Santoyo, Julio Cesar – La legión británica en Vitoria (1972)
– Expediente sobre las causas que producen la gran mortandad [Archivo del Territorio Histórico de Alava] (Sig: DH-157-9)
Imágenes:
– Cabecera: Teatro principal de Vitoria, fotografía de Enrique Guinea (c. 1900) [© A.M.V.G.]