El infausto abuelo…

Volvemos en esta entrada al último cuarto del siglo XIX, a esa Vitoria ejemplar e inspiradora en lo intelectual, en la que, sin embargo, se vivió una oleada de crímenes que mantuvo en vilo a la ciudad. Casi siempre este periodo se asocia al caso de Juan Díaz de Garayo ‘El Sacamatecas’ (1), autor confeso de algunos de los asesinatos más sonados de la época, al que, de todos modos, tan sólo pueden inculpársele seis de los (aproximadamente) dieciséis asesinatos de mujeres ocurridos entre 1870 y 1880.

En esa elevada cifra de crímenes, muchos quedaron impunes y otros fueron cometidos por individuos a los que se llego a considerar “imitadores” de Díaz de Garayo, hasta el punto de que uno de estos imitadores habría sido el causante del mote que se empleó a partir de entonces para hablar del asesino: la leyenda de que el homicida que actuaba en Vitoria era un ‘sacauntos’, alguien interesado en extraer los órganos y la grasa de sus víctimas para comerciar con ellas, comenzó a circular por la provincia a raíz de un asesinato especialmente cruento acontecido camino de Mendiola en enero de 1878, con el que nunca se relacionó a Díaz de Garayo formalmente. De hecho, al ser interrogado este último acerca de la especial virulencia de uno de sus asesinatos, cometido el 8 de septiembre de 1879, admitió que había destripado a su víctima para que se asociara a la figura de ‘El Sacamantecas’, quien decían “que hacía estas cosas, y para que así lo creyeran y nadie pensara en mí”. Ficción y realidad terminaban por fundirse.

Pues bien, dentro de este mismo clima social de temor, se enclava la historia de ‘El Abuelo’, infausto protagonista de esta entrada. El 3 de marzo de 1878, una niña de once años fallece tras pasar tres días hospitalizada. En ese margen de tiempo, la pequeña informa detalladamente acerca del suceso, el cual nos ha llegado de la mano de Ricardo Becerro de Bengoa:

En una de sus calles más concurridas aunque retirada y de no muy buena fama, se acababa de cometer otro espantoso crimen, de idénticas formas que el anterior, pero más infame aún si cabe. En efecto, hallábase en su casa la niña M. L. de once años de edad, cuando llamó a la puerta de su habitación un hombre viejo, que al responder aquella, la preguntó “Si habia en la casa algun cuarto vacio”. Contesto negativamente la M. y entonces el viejo cogiéndola por el cuello la derribó, la impidió que gritara, la deshonró violentamente y, sacando después una navaja la causó varias heridas mortales en el vientre.

La niña describió a su asesino, el cual había sido visto también en las inmediaciones por una vecina, y, tras ser detenido, pudo incluso reconocerlo en persona en el hospital. Se trataba de Venancio Saez de Araya, quien por aquel entonces contaba setenta y cinco años de edad -aunque las cifras bailan-, y, por un instante, la prensa creyó que por fin habían logrado apresar a ‘El Sacamantecas’. Sin embargo, los crímenes continuaron y, la elevada edad del detenido hizo que en lo sucesivo se le conociera con el apodo de ‘El Abuelo’. Admitió ser el dueño de la navaja encontrada en el lugar del crimen, pero siempre negó haber tomado parte en él. Fue encarcelado en la cárcel celular de Vitoria y, meses después, condenado por la Sala de la Audiencia de Burgos a la pena de muerte -aunque en primera y segunda instancia se le impusieron veinte años de reclusión-. Durante su estancia en prisión, fue finalmente detenido y encarcelado Juan Díaz de Garayo, en noviembre de 1879, y el revuelo mediático de su caso nos ha permitido saber más sobre ‘El Abuelo’, de quien nos hablan de rebote los periodistas que hasta Vitoria se acercaron deseosos de cubrir el proceso de ‘El Sacamatecas’.

La crónica más completa acerca de la cárcel celular vitoriana nos la ha legado el reportero Francisco de Asís Pacheco, en un puñado de crónicas publicadas en el diario madrileño El Liberal en febrero y marzo de 1880. En estas, el periodista dialoga con el alcaide:

– Este infeliz ha sido sentenciado a muerte por el Tribunal Supremo y aún ignora el terrible fallo. La sentencia debe cumplirse muy pronto. Fue dictada en octubre; no ha sido indultado, y en el juzgado esperan que no tardará en recibirse la ejecutoria.
– ¿Y cómo se llama el desdichado?
– Aquí lo conocemos por El abuelo.
– ¿El abuelo?
– Es el mas anciano de los que habitan en la cárcel. Tiene 73 años. Su nombre es Venancio Saez de Araya.
– ¿Y qué delito ha cometido?
– Está condenado como reo de violación y asesinato.
– ¡Violación!
– Si; parece indudable que la llevo à cabo en una desventurada niña de diez o doce años, à la cual sacrificó después cruelmente.
– Entremos, entremos.

Y, efectivamente, acceden a la celda y nos describen:

Un hombre de mediana estatura, delgado, pálido. Su fisonomía apagada refleja la inmutable tranquilidad de la vejez. Los blancos cabellos que circundan sus sienes le dan un aspecto capaz de infundir veneración y confianza. No hay una sola línea en su rostro reveladora de pasiones criminales. Su mirada es serena y sin brillo. La demacración del semblante, la inclinación del cuerpo, doblado bajo el peso de los años, inspiran ese tierno sentimiento que en todos los espíritus suscita la ancianidad. El contraste es completo. Antes de entrar allí esperase ver un hombre que ha de mostrar rasgos sombríos en su semblante, aspecto depravado, algo que armonice con la idea de un crimen horrible y repulsivo, cometido después de cumplir los setenta años de edad. Cuando se abandona la celda, sale el que la visita bajo el influjo de una impresión penosísima. ¿Es posible que aquel anciano, cuyo aspecto compendia todos esos rasgos delicados, suaves, dulcísimos, que caracterizan el ocaso de la existencia, sea el autor de un crimen como el que se le imputa?

El artículo describe entonces los hechos que ya conocemos, y enumera las razones que justifican su condena: el reconocimiento durante el careo con la víctima, la pertenencia del instrumento del crimen o la inutilidad de su coartada. Al parecer, Venancio aseguró que “en la tarde del hecho terminó su trabajo a las seis o seis y cuarto, yéndose derechamente a su casa, a la que, dijo, había llegado a las seis y media”. Pero ni siquiera su mujer confirmo este punto y fueron varias las personas que le vieron en la calle Nueva Dentro (esta era la calle de “no muy buena fama” de la que hablaba Becerro de Bengoa), “un lugar opuesto al camino que Venancio debía haber seguido, desde el sitio en que trabajaba a su habitación”. Todo ello parece justificar la condena por asesinato y violación que le fue impuesta, y tras este “arrebato que pugna con su vida entera, honrada y tranquila, inscribió su nombre entre los criminales mas pervertidos que alberga en sus muros la cárcel de Vitoria”.

A partir de aquí, podemos suponer que pronto le sería comunicada la sentencia, y la atención mediática se focaliza ya en el periódico local El anunciador vitoriano, que durante el mes de mayo cubrió durante varios días la resolución del caso. En este sentido, resulta llamativo el tratamiento informativo que se le da al tema, algo comprensible en un periodo en el que la pena capital buscaba causar “la impresión más eficaz y duradera en las mentes de los hombres con el menor tormento posible en el cuerpo del condenado”. Así, el 15 de mayo el periódico afirmaba:

Ayer a la tarde no habia llegado aun á esta ciudad el ejecutor de la justicia, que se ignora á punto fijo cuando vendrá, inclinándose muchos a creer que no se llevará á cabo la terrible sentencia dictada contra Venancio Saez de Araya, hasta la semana próxima.
Las gestiones que se han seguido practicando para lograr el indulto del reo no han dado resultado. Con el indicado objeto se presentaron anteayer al Excmo. Sr. D. Genaro Quesaba Marqués de Miravalles, la esposa é hija de Araya, siendo recibidas con bondadosa atención, pero sin hacerlas concebir esperanzas.

En efecto, ya el 18 de mayo (martes) se comunica que:

Ayer á las dos y media de la tarde ha llegado á Vitoria, en el tren correo, el ejecutor de la justicia procedente de la Audiencia de Burgos. Según nuestras noticias esta mañana a las ocho habrá sido puesto en capilla Saez de Araya…
¡Que Dios acoja en su seno el alma del infeliz reo!

Da la casualidad de que ese día era el cumpleaños del preso, lo cual ciertamente añade mayor dramatismo a la escena. Dos días después, el 20 de mayo, Venancio Saez de Araya sería conducido definitivamente al patíbulo. Se dice que, momentos antes de entrar en capilla, le fue leída la sentencia y “protesto enérgicamente lanzando fuertes interjecciones”. Sin embargo, pronto se calmó, mostrando “una serenidad asombrosa”. Aunque tras entrar en capilla el reo no debería ya acoger visitas, el El anunciador vitoriano informa de que recibió numerosas, e incluso ellos pudieron acceder a las siete de la noche del 18 de mayo, ofreciéndonos la siguiente descripción:

La sacristia de la Cárcel, convertida en capilla, es un cuarto bastante reducido. Sobre un mueble de madera estaban colocados dos crucifijos, alumbrados por 6 velas sostenidas en candeleros de plata, algunos cuadros piadosos entre ellos uno de bastante mérito que representa el descendimiento de la Cruz, están colgados de las paredes; dos sillas y un alto sillon de paja en el que estaba sentado Araya, componían el moviliario. El virtuoso Párroco de San Vicente D. Justo Lopez de Arróyave estaba al lado del reo. Este nos saludó con la mayor naturalidad y durante media hora conversamos tranquilamente, refiriéndonos algunos accidentes de su vida. Se preciaba de tener tan excelente memoria que nos dijo recordaría el árbol donde hace cerca medio siglo vió castigar a un soldado inglés por una falta de disciplina (2). La muerte decía no le arredraba, pues dada su edad sólo poco tiempo se la anticipaban, lo sentía por las pesadumbres que ocasionaría á su muger con la que estaba casado desde el año 1841, un hijo capitán graduado de Infanteria, y una hija soltera que sirve en casa de un sacerdote en un pueblo de la provincia.

Esa misma tarde, recibió la penosa visita de su mujer e hija. Y ya el día 20, tras despedirse del resto de presos, se lo condujo al Polvorín en “un carro pintado de negro”. Allí, según cuenta la crónica, lo esperaba “una multitud que no bajaría de 4000 almas, causando tristeza el grandísimo número de mujeres, que se agolpaban a presenciar el triste espectáculo”. Ese día, el periódico prefiere no proseguir con la triste narración, para ahorrarse ciertos detalles. Dos días más tarde, se nos informa de que se celebraron las honras fúnebres en la parroquia de San Vicente, “con asistencia del Sr. Alcalde D. Alvaro Elio, acompañado de varios señores Concejales y algunos vecinos”. Resulta curiosa esta presencia institucional, y se apunta incluso el agradecimiento de la familia “por este acto de caridad cristiana”.

Aquí llega a su fin esta trágica historia. Como anécdota, en el Archivo del Territorio Histórico de Álava localizamos dos referencias a Venancio Saez de Araya. En la primera, fechada en noviembre de 1864, averiguamos que su oficio había sido el de peón caminero, y solicitaba entonces su jubilación “con el haber que le corresponda, por haber quedado imposibilitado para el servicio”. Suponiendo que este cese se llevará a efecto, desconocemos que oficio seguía desempeñando ‘El Abuelo’ en el momento de cometerse el crimen. La segunda mención proviene de un acta de la Diputación del 18 de octubre de 1880. En ella se nos informa de que Dª Ramona Férnandez de Bengoechea, vecina de Vitoria, solicita la pensión que le corresponde como viuda del caminero. Por desgracia, un mero trámite burocrático como este suele ser, en la mayoría de las ocasiones, el único destello que nos queda de tantísimos dramas humanos.

Documentos empleados:

El anunciador vitoriano (15-5-1880), (18-5-1880), (20-5-1880) y (22-5-1880).

El Liberal (5-3-1880)

– Becerro de Bengoa, Ricardo. El Sacamantecas : su retrato y sus crímenes (Vitoria, 1881).

– Archivo del Territorio Histórico de Álava, ATHA-DAH-ADL-001A-56 y ATHA-FHPA-DH-227-14-04.

Imágenes:

– Cabecera: Yurre (Álava). Pastor debajo del puente (Fotografía de Enrique Guinea Maquíbar, hacia 1910) [Signatura: GUI-VIII-01_06]

(1) Sobre las idas y venidas del cadáver de Juan Díaz de Garayo ‘El Sacamatecas’, véase la siguiente entrada: https://microhistoriaalavesa.wordpress.com/2018/01/26/el-cadaver-a-examen/

(2) Esta alusión al castigo infligido a un soldado ingles en la década de los años treinta del siglo XIX, nos remite indudablemente al contexto de la 1ª Guerra Carlista al que dedicamos la siguiente entrada: https://microhistoriaalavesa.wordpress.com/2019/06/17/latigazos-diarios/

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