En 1718 se publicaba en Madrid la Vida de la venerable madre Doña Michaela de Aguirre, una completa biografía de esta religiosa dominica nacida en Vitoria en 1603, y cuya andadura espiritual le llevo a convertirse en priora y a ser considerada un ejemplo de extrema virtud, tras una existencia marcada por continuos éxtasis, visiones y supuestos milagros -cuestionados en ocasiones, todo hay que decirlo, por quienes la tacharon de embustera-.
Dentro de esta extensa obra, de casi seiscientas páginas, resulta especialmente interesante el contenido de los capítulos iniciales, en los que se narran sus primeras experiencias espirituales, tras ingresar en el convento de la Santa Cruz de Vitoria a la sorprendente edad de tres años. Así, esta niña de alta cuna, fue dejada por sus progenitores en manos de una tía religiosa y de dos primas de la madre, que se encargarían de velar en lo sucesivo por la educación y crianza de la pequeña. El libro está escrito por el religioso dominico Alonso del Pozo, quien tuvo “la dicha de conocer” a Micaela como confesor en la última etapa de su vida. Como siempre ocurre en estos casos, cabe preguntarse hasta que punto el relato se adecua a lo ocurrido en realidad, y en qué medida influirían los confesores en la consecución de estas vidas de santas. Más aún, al tratar episodios acaecidos en los primeros años vida. De todos modos, historias como las que describiremos a continuación, en las que la estrecha conexión con Dios hace aparición en la niñez, son comunes en la infancia de numerosas místicas (Hildegarda de Bingen, Catalina de Siena, etc.).
La primera anécdota resulta enternecedora, y nos presenta a la pequeña Micaela, con tan sólo tres años, completamente encariñada con la imagen de la Virgen María que las religiosas tenían en el coro de la iglesia, hasta el punto de “no querer comer, si aquella Señora, y Madre suya no se lo diese”. Aprovechando la ingenuidad de la niña, la solución fue en esta ocasión bien sencilla:
Escondiase una monja detrás de la Santa Imagen, aviendo puesto junto a ella una escudilla de sopas; y luego en alta voz llamaba a la inocente, diciendo: Michaelita; y juzgando ella, que quien la llamaba era la que tenia por Madre, respondia: Señora. Y entonces, la que hazia el papel, dezia: Vez ai estan las sopas; tomalas, hija, y come. Con esto Michaela, que como Niña no caia en el suave engaño, tomaba muy contenta su escudilla, y comia sus sopas.
Pensándolo bien, sorprende que la primera vivencia que nos narra Alonso del Pozo sea precisamente una argucia en la cual la niña cree estar interactuando con la Virgen, ¿cándido germen de los continuos diálogos, visiones e interacciones posteriores? Desde luego, es una escena propia de Marcelino, pan y vino.
En estos primeros titubeos espirituales, Micaela aún no había comprendido que “Dios, en quanto Dios, esta en todo lugar”, y pensaba que tan sólo podía encontrarlo en el sagrario ubicado en el coro. Así, le lanzaba besos durante el día y, a las noches, se escapaba hasta allí mientras las monjas dormían. Al enterarse su tía, fue castigada por salir a deshora, pero la niña buscaba el modo de eludir este control, evitando el ruido de las puertas empapando el quicio con aceite o manteca. Según el relato, la pequeña pronto comenzó a escuchar voces y como “era de su natural muy senzilla, junta su sencillez con su innocencia, dio en juzgar, que dentro de si tenia otra Niña, y que esta era quien la decía aquellas cosas”. Sin entrar a valorar la veracidad de estas anécdotas, dibujan una rica panorámica de los esfuerzos imaginativos de una niña en un contexto tan especifico como el de un convento femenino vitoriano a comienzos del siglo XVII.
Tras estos primeros episodios candorosos, el siguiente capítulo describe las “asperas penitencias que començo a hacer siendo Niña”. Y, aunque Micaela no entendiera bien el porque de estos castigos, “començo a andar muy ansiosa de mortificaciones”, a pesar de que no le permitían realizarlas. Entonces, valiéndose de un doblón que le había regalado su tía, hizo un trueque con una monja, consiguiendo un sayal áspero con el que fabricó un improvisado cilicio, apretando la tela a su carne “tan tierna, y delicada”. Para agudizar el dolor, se agenció también una guita -fina cuerda de cáñamo- que ciñó a su pierna, y, con el tiempo, el hilo “fue entrando carne adentro; y cortando, qual si fuera navaja, se iba azercando a los huessos, y en breve llegara a ellos, sino le hubiera remediado”. Al verla pálida y enfermiza, trataron de averiguar sin éxito el origen de su padecimiento. Tan sólo su tía, al desnudarla, pudo descubrir la causa, “la carnizeria que avia hecho el hilo, que como afilado cuchillo, tenia atarazado el cuerpecito, a modo de un Salmón, que le dividen en trozos, sin acabar de partirle”.
A partir de este momento, las religiosas se percataron de que debían poner mayor celo en el cuidado de Micaela, a fin de prevenir este tipo de comportamientos. Pero, poco a poco, el ingenio de la niña iba en aumento, y, para seguir con la mortificación, “buscaba cosas asperas, como astillas, cascos de texas, o espinas”, y las colocaba en su lecho, en lugar del colchón. Así, en palabras de Alonso del Pozo, imitaba al Redentor, “que escogió la Cama de un Madero”.
Para terminar, se nos cuenta otra anécdota basada en otro de los tópicos de la penitencia mística: el retiro en el desierto. Junto con otra niña, “de poca mas, o menos edad”, determinaron escapar a un desierto, topándose de bruces con un sinfín de dificultades:
Salir del Monasterio, no avia por donde, por estar la Puerta Reglar cerrada, y no descubrirse otra; y como inocentes, juzgaron, que avria salida por la Huerta: Fueron y hallaron, que tampoco avia Puerta, y la pared de la cerca era muy alta. Probaron con un azador, si podían romper la tapia: Mas no pudieron, por la debilidad de sus fuerçás. Dixo la una, avia oydo se rompían las tapias echándolas vinagre: Traxeron un poquito, pensando, como Niñas, que luego que diesen a la cerca con ello, se abriría bastante portillo para poder salir: Pero viendo eran todas sus diligencias en vano, buscaron en la Huerta el Desierto.
Esta historia, cuasi cómica, termina con las niñas penetrando en un habar, donde pensaban encontrar un lugar donde “sin ser oydas, ni vistas”, podrían entregarse a la oración. La aventura duró en torno a tres largos días, en los que las monjas se desvivieron por encontrarlas, hasta que una tarde una religiosa escucho unas vocecitas angelicales entonando una oración al caer el sol, y dio finalmente con el paradero de las aprendices de ermitañas:
Pagaron las inocentes la santa travesura, como si hubieran cometido un gran delito. Dieronlas una buena Zurra; y vinolas, aunque por mano agena, lo que salieron a buscar al Desierto, que era açotes, y penitencia.
Tras estos dos inquietos años, Micaela de Aguirre tomó definitivamente el hábito de la orden dominica a los cinco años de edad, momento en el que comienzan también los raptos y conversaciones con Cristo que perdurarán durante toda su vida, y que tanta fama le granjearían años más tarde. En realidad, su estancia en el convento de la Santa Cruz de Vitoria fue breve -pues a los doce años fue trasladada al convento de San Blas de Lerma, perteneciente a la misma orden-, pero, como hemos podido comprobar en esta escueta entrada, no carente de momentos singulares.
Documentos empleados:
– Pozo, Alonso del, Vida de la Venerable Madre Doña Michaela de Aguirre : religiosa del Orden de Santo Domingo, en el Convento de la Madre de Dios de la Ciudad de Valladolid, natural de la Ciudad de Victoria (Madrid: Lucas Antonio de Bedmar , 1718).
Imágenes:
– Cabecera: Middlesbrough, Inglaterra (Philip Jones Griffiths, 1976) [© Magnum Photos]