El Quinquatro seráfico festivo…

Recientemente el equipo de Álava Medieval – Erdi Aroko Araba ha publicado un completísimo estudio acerca del desaparecido convento de San Francisco de Vitoria. Se trata, sin duda, de uno de los edificios más emblemáticos y relevantes de la historia de la ciudad, y, en las más de trescientas paginas que ocupa este libro, se ha logrado articular una verdadera historia cultural del cenobio vitoriano, desde sus inicios –en la primera mitad del siglo XIII– hasta su triste demolición –en 1930–. En este enorme marco temporal, hay también lugar para simpáticas anécdotas acontecidas entre los muros del convento. En esta ocasión, vamos a recordar unos singulares festejos celebrados a comienzos del siglo XVIII, deseando que este fragmento sirva de acicate para adquirir y leer la investigación completa.

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En agosto de 1727, el convento de San Francisco de Vitoria vivió uno de sus episodios más festivos y fastuosos con motivo de la canonización y beatificación de cinco hermanos franciscanos. Por fortuna, ha llegado hasta nosotros un libro escrito por el fraile Melchor Amigo en 1728 –maestro de estudiantes, artistas y teólogos en los conventos de Miranda y Vitoria–, en el que se cuentan los pormenores de estas ceremonias. El volumen lleva por título Quinquatro seráfico festivo, en referencia directa a ciertas pomposas celebraciones familiares de la Antigüedad romana, que se extendían precisamente durante cinco jornadas y, a día de hoy, puede adjudicársele la valía de ser el cuarto libro impreso en Álava. Lo cierto es que en nuestra provincia esta floreciente industria se implantó tarde –en contraste con otras ciudades cercanas, como Pamplona o Logroño–, siendo el primer impresor Bartholome Riesgo y Montero de Espinosa, cuya “firma” ya figura en un impreso del Cuaderno de leyes y ordenanzas de Álava aparecido en 1722. Como apuntábamos, el Quinquatro seráfico festivo incluye los sermones pronunciados en Vitoria a raíz de la canonización de san Jácome de la Marca y san Francisco Solano, y de la beatificación de san Andres Conty, santa Jacinta Mariscotti y san Salvador de Horta. Pero, además, como se expresa en el prólogo, busca testimoniar las fiestas que tuvieron lugar esos días, para que cuando medie la distancia y el olvido pueda volver a conocerse lo sucedido, “como si fuese de nuevo”. Con todo, el volumen se compone de materiales muy variados, intercalándose sermones, villancicos, poemas y simpáticas descripciones. En nuestro caso, vamos a centrarnos en estas últimas, a fin de iluminar mejor cuál pudo ser la relevancia religiosa, política y social del convento vitoriano durante siglos.

Sin título
Portada del Quinquatro Serafico, 1728.

Para empezar, resulta llamativa la explicación del porqué de unas fiestas tan dilatadas, resultado de una azarosa acumulación de sucesivas canonizaciones y beatificaciones en un corto período de tiempo –coincidiendo con el final del papado de Inocencio XIII y el comienzo del de Benedicto XIII–. Así, el convento vitoriano decidió agrupar los fastos en una sucesión de jornadas festivas que arrancarían el día 24 de agosto. Los preparativos se iniciaron con la invitación formal a participar dirigida a diferentes comunidades religiosas. Tras lo cual, comenzaron a contactar con los distintos gremios y profesionales que necesitaban: los maestros polvoristas para la elaboración de los fuegos artificiales; los padres músicos del convento de Aranzazu y de los franciscanos de Bilbao para interpretar las piezas musicales; la labor de ingeniosos tracistas, especializados en adornos y perspectivas, para la composición de un grandioso templete efímero; y las religiosas Dominicas, Brígidas y Claras para componer con esmero los santos.

En medio de los avíos, llegó hasta Vitoria la noticia de que la reina consorte Mariana de Neoburgo –viuda de Carlos II– había decidido financiar la primera de las cinco funciones. Al parecer, coincidió la agraciada noticia con el retraso notable por parte de los polvoristas vitorianos, lo cual obligó a los religiosos a contactar con maestros de Nájera y Logroño, para poder contar a tiempo con todos los fuegos deseados. Llegado el día del estreno, Melchor Amigo se detiene a describir la magnífica estructura efímera que engalanaba el templo, elaborada por Pedro de Arroquia, “vecino de esta ciudad, diestro pintor, y peregrino tracista”. Se trataba de una composición dividida en tres partes, pintada de varios colores y decorada con flores de seda y plata, numerosas velas y, a modo de remate, cuatro grandes espejos que reflejaban toda esta suma de luces y gentes. Además, sorprende el cuidado de ciertos detalles, como la colocación sobre el sacramento de un sol provisto de un artificio de pólvora, que “disparaba (no sin asombro, y pasmo) rayos encendidos, que giraban todo el trono”, o la instalación de una ingeniosa tramoya en forma de luna y estrellas que, al transparentarse ciertas luces, lucían como naturales.

Obviamente, por todo este escenario estaban repartidas las divisas de las distintas comunidades, el escudo real de sus majestades, las armas de la orden seráfica y un sinfín de elementos decorativos. Y dispuestos en media luna un nutrido grupo de santos, compuesto por san Francisco, san Jácome de la Marca, san Francisco Solano, san Andres Conty, santa Clara, san Antonio de Padua, santa Isabel de Hungría, santa Jacinta Mariscotti, san Buenaventura, san Luis Rey de Francia, san Salvador de Horta y santa Rosa de Viterbo.

Tal y como se describe, el decorado interior del templo debió despertar una enorme curiosidad y admiración entre los vitorianos, generando un trajín constante de gentes. Sin embargo, aún faltaba por celebrarse la procesión general por las calles de la ciudad, la cual, guiada por la Cruz del Convento, partió desde San Francisco con el sonido de las campanas del resto de parroquias e iglesias. Acompasaban la marcha el sonido del clarín y los tambores, hubo presencia de Gigantes –un detalle interesante, a fin de documentar el origen de estas tradicionales figuras en la ciudad– y danzas, tras las cuales desfilaban los santos anteriormente enumerados, cuyos pasos habían sido decorados con imaginativos juegos escénicos. Por ejemplo, a los pies de santa Rosa de Viterbo iba un perrito con la boca abierta que por medio de alguna articulación oculta meneaba la lengua al más mínimo contacto; en la peana de santa Isabel de Hungría había sido instalada una fuente, cuyo flujo iba a parar a una palangana en la que ondeaban peces vivos; y el resto de figuras iban engalanadas con las mejores telas y joyas.

Presidiendo el acto Fray Jose de Mena, y cerrándolo el alcalde, Don Juan Joaquín Hurtado de Mendoza. Nada más arrancar, al encaminarse hacia la calle Cuchillería, la artillería disparó una salva. Los balcones de la zona, según relata Melchor Amigo, vestían “paños finos de Londres, las Granas de Tyro, los Brocados de Epyro, las Telas de Milan y las Tapizerias de Flandes”. Tras girar en el portal de san Marcos, la comitiva se encaminó hacia la catedral de santa María, donde entonaron diversos cánticos, dirigiéndose posteriormente al vecino convento de Santo Domingo, donde se repitieron las canciones. De aquí, tomando la calle Herrería, fueron camino de la iglesia de San Pedro y, tras un pequeño alto, emprendieron el tramo final hacia la plaza, y de vuelta al convento de San Francisco. Terminó el acto entre el gentío y el estruendo de las campanas. Antes de transcribir los cinco sermones pronunciados durante aquellos días, el Quinquatro seráfico festivo señala un detalle interesante: la orden franciscana costeó una corrida de toros que, aunque no se apunta en el escrito, suponemos que tuvo lugar en los alrededores del convento. Igualmente, se alude de forma velada a otras procesiones y jornadas festivas que, años atrás, dejaron recuerdo en la ciudad, dando a entender que fastos como éstos venían siendo relativamente frecuentes.

Las misas aparecen transcritas en su totalidad, consistentes todas ellas en distintos sermones, recitaciones y villancicos, y al término de cada una hubo distintos entretenimientos o pequeños detalles llamativos, que nos permiten ilustrar la exuberante y juguetona mentalidad barroca. Al finalizar la primera, dedicada a san Jácome de la Marca, se disparó ese día la ruidosa “maquina de pedreros y chupines que tiene esta gran ciudad para sus más especiales funciones”. Y, llegada la noche, se iluminó la torre, el pórtico y la plazuela del convento, resonando las campanas y dando comienzo a un espectáculo de fuegos. La siguiente estuvo dedicada a san Francisco Solano, y contó con la participación de los músicos de Aranzazu y de Bilbao. A la noche, nuevamente frente al templo, se encendieron luminarias y se quemó un empinado ciprés. La descripción del cronista dibuja la muchedumbre allí convocada:

Era cosa de asombro ver el acrecentamiento de las gentes, que se veía en Victoria por instantes, y asi el de las noches en la plazuela del Convento, en las casas cercanas, y en las almenas vezinas era tanto el bullicio, que como el clamor de sus lenguas contendia con las muchas campanas, era la gritería, un remedo de Babilonia.

El tercer día estuvo dedicado a san Andres Conty, y contó con la predicación del Padre Francisco Rodríguez, lector de teología del convento de Santo Domingo de Vitoria. Esa noche, acabada la misa, el espectáculo callejero fue aún más sorprendente, instalándose a la salida del convento una suerte de volcán “de azufre, alquitrán y polvora que se avia de encender”, generando un incendio que, según se dice, pareció durar una eternidad. La siguiente ceremonia, dedicada a santa Jacinta Mariscotti, se cerró con una corrida de toros y con una lluvia de fuego desde un empinado árbol. El quinto sermón fue realizado por el propio Melchor Amigo, que además era predicador mayor del convento de San Francisco, y en esta última jornada, los asistentes disfrutaron con una trastada instalada en el pórtico, una especie de cortinaje tras el cual los curiosos se topaban con una simpática broma que, como describe el siguiente fragmento, no debió hacer gracia a todos los presentes:

Dispuso en el Portico de el Convento la humorada de algun travieso genio un quadro hecho a posta, en que se pinto con rara propiedad, y viveza un Animalejo, que aunque la figura no expresara ser un Asno, lo explicaba con claridad este letrero: Aqui estamos todos, Asnos, y Bobos. Estaba el lienzo rodeado de una guarnición dorada de mucha labor, y hermosura; cubierto con una cortina de tafetán, que circunvalaban unas farfalas muy vistosas de varios colores, y dispuesta de modo, que no se corriese, porque uno tras otro sin intermisión se avergonzase. Era cosa de ver la juventud esperando à que el incauto, llevado de la novedad, que prometia lo que ocultaba la preciosa cortina, diese de ojos en la ridícula tramoya. Hallabase en un poste pegado à la puerta de la Iglesia, en medida distancia, para que sin trabajo alguno en el abanze, se cayesse en el chasco de hozico, como de golpe. Sucedió tal vez su logro en mas que mediano ropaje; y contra la acusación de los muchachos, que levantaban el grito, no hallaba el pudor otro remedio, que encogerse de ombros, y meterse en sagrado. Huvo quien irritado, echò mano al estoque, para saciar en el pintado bruto su coraje; no sè, si arrebatado de verse con la burla, ò de vèr que era un Paysano el blanco de tal afrenta.

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La ciudad perdida. Historia cultural del convento de San Francisco de Vitoria-Gasteiz (Sans Soleil Ediciones, 2019)

Documentos empleados:

– Fray Melchor Amigo, Quinquatro seráfico festivo, Vitoria, Bartholomè Riesgo, 1728.
– E. Serdán, Rincones de la historia vitoriana, Vitoria, Imprenta Provincial, 1922.

Imágenes:

– Cabecera: Procesión en Baucina (Palermo), fotografía de Ferdinando Scianna ©.

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