Hace unas semanas, los noticieros de medio mundo narraban la dantesca historia de un matrimonio estadounidense que había mantenido a sus trece hijos encadenados en el interior de un chalé durante años, desnutridos y sometidos a constantes castigos. Los pormenores de este reciente caso, completamente aberrante, rebasan con creces el episodio al que vamos a dedicar esta entrada, pero, aún así, este puede percibirse como un infausto antecedente rural en tierras alavesas.
El arranque de esta historia, tal y como se recogió en la prensa nacional, suena a thriller de terror: el 26 de marzo de 1851, el secretario del gobernador civil de Álava se dirigió a un caserío del barrio de Arexola (en Aramaiona) acompañado por varios guardias civiles. Tenia el encargo de averiguar un supuesto delito contra la libertad, por lo que, en medio de una lluvia torrencial, se aproximaron hasta el edificio con la mayor cautela, impidiendo así que los implicados pudieran eludir el crimen. Al llegar, les abrió la puerta el dueño de la casa, Martin de Leiva, al que exigieron explicaciones. Este les condujo hasta un caserío contiguo en estado de ruina, del que tan solo sobrevivía la planta baja. Allí encontraron un enorme mastín encadenado junto a un destartalado portón cerrado con una plancha de hierro y varios tablones de madera. Después, una segunda puerta vieja y podrida, tras la cual comenzaron a escuchar un lastimoso runrún. Al entrar, en la penumbra, se toparon con una pálida mujer, “cubierta con una capa parda y una especie de arpillera, sin otra ropa alguna”. El hedor era insoportable, y la chica, tendida en el suelo con su larguísima cabellera, repetía un monótono canto, tan solo entrecortado por un par de aturdidas respuestas: “estoy triste, tengo frió”.
Esta escena de película ponía fin al cautiverio de Paula Leiva, la cual, a pesar de la confusión inicial de las autoridades -que, ante su pésimo estado, dejaron constancia en el documento judicial de la acusación de que en un primer momento habían considerado que rondaría los 54 años-, contaba 36 años, habiendo trascurrido un largo periodo en esta lamentable situación de encerramiento y abandono. A continuación, como es de suponer, dio comienzo el proceso judicial y, en paralelo, el intento de recuperación de la salud de Paula.

Antes de continuar con el relato, es preciso apuntar un detalle que ayuda a explicar cómo esta historia terminó, con el paso de los años, formando parte del acervo legendario del valle de Aramaiona. Resulta que el secretario del gobernador civil al que hemos hecho referencia, no era otro que Francisco Navarro Villoslada, el cual, como sabréis, combinó su labor política con una dilatada trayectoria como escritor de novela histórica. El drama del que hablamos le marcó de tal modo que acabó inspirando una de las tramas de su célebre epopeya Amaya o los vascos en el siglo VIII, publicada en 1877. Este fue el primer episodio encubierto de novelización de la triste historia de Paula Leiva, pero no el último. Su encierro alcanzó el estatus de fábula cuando el escritor y cronista Manuel Díaz de Arcaya incluyó en la segunda edición de su compilación Leyendas alavesas, publicada en 1898, un cuento titulado ‘La desaparecida del valle’. El autor no menciona explícitamente el lugar, ya que habla en todo momento del “pueblecillo de X”, pero esa historia de una tal Paula embriagada de una pasión amorosa desbordante por un hombre “cuya posición no correspondía en modo alguno a las aspiraciones” de sus padres, no deja lugar a dudas.
***
Siguiendo la narración de los periódicos, podemos imaginar la expectación que despertó su liberación en toda la zona: “las gentes, a pesar de la oscuridad de la noche, salían a la calle para ver a aquella muchacha que habían conocido alegre, traviesa y vivaracha”. E intuir, como siempre ocurre en estos casos, que la barbarie quizás no habría sucedido sin una cierta dosis de indiferencia, casi cómplice, por parte del vecindario. Algo subrayado incluso por los periodistas al apuntar que resultaba extraño “que el alcalde o el cura” no hubiesen dado parte durante estos años.
A partir de aquí, las noticias informaron del ingreso de Paula en un hospital, donde inicialmente permaneció sentada, en una postura que evidenciaba lo deterioradas que estaban sus rodillas y articulaciones. Allí, bajo el cuidado del doctor José Laveria y Basaez, pronto recuperó la movilidad, paseando e hilando casi a todas horas, mientras continuaba con sus cantos. Por otro lado, dio comienzo la encausación judicial contra los padres de la muchacha, acusados de “encierro ilegal y maltrato”, en una investigación que consideró como cómplices a los cuatro hermanos de Paula. Como fuente principal de información, tenemos la fortuna de que la acusación, la defensa y la sentencia se publicaron en prensa durante el mes de junio de ese mismo año 1851. Al parecer, por absurdo que parezca, la motivación original del encierro tuvo que ver con los deseos de matrimonio de Paula en relación a un romance que los diversos testigos no terminan de concretar. Sus padres le prohibieron este hipotético casamiento y, tras una escapada en dirección a Bilbao, fue perseguida por sus familiares y castigada, iniciándose probablemente su confinación en torno al año 1842 (cuando dos médicos visitaron a la joven por última vez en el caserío de la familia).
De la acusación se desprende la mala fama que el padre tenía en la anteiglesia. Fruto de una avaricia desmedida, parecían nulas las relaciones de amistad de los Leiva con el resto de vecinos. En su defensa, la familia trató de aducir que Paula estaba loca desde hace años, padeciendo una suerte de monomanía amorosa previa a su encierro, y sostuvieron que los cuidados eran mucho mayores de los que el penoso estado de abandono encontrado esa húmeda jornada de marzo daba a entender. Además, pedían que los rumores sobre el padre quedasen a un lado, “haciendo ver que su pauta era la sobriedad, economía y un sistema de educación patriarcal, si se quiere de costumbres rudas y poco civiles, pero inocentes y puras, bajo las que se encontraba aislado en su caserío, con cuyo sistema creo una corta fortuna de casero; pero no tan exagerada ni inmensa como se ha querido suponer”. Aun así, la sentencia final consideró probado que todo el núcleo familiar había incurrido en un grave delito, agravado además por el parentesco, y fallo el siguiente dictamen: cuatro años de presidio menor para el padre de Paula y dieciocho meses de presidio correccional para la madre y los hermanos.

Asimismo, como aparece reflejado en el recorte anterior, la familia fue obligada a costear el traslado de su hija hasta el Hospital de dementes de Valladolid, donde, a pesar de la leve mejoría obtenida durante los primeros meses, Paula no logró curación definitiva, falleciendo finalmente el treinta de marzo de 1856 a la edad de 41 años.
Aquí termina esta negra historia, a medio camino entre la leyenda y el tabú, que sirve aún hoy para alumbrar una terrible fiscalización patriarcal de la vida privada y amorosa, acompañada además de un aventurado diagnóstico de monomanía erotomaníaca. Un termino clasificatorio al respecto del cual un famoso manual, publicado en 1854 por el medico francés Antoine François Hippolyte Fabre, decía las siguientes palabras realmente elocuentes…
Siendo el amor un episodio en la vida del hombre, y toda una historia en la vida de la mujer, no deberá sorprender a nadir que esta pasión ocupe un rango tan importante en su enajenación; por eso es muy comun ver muchas más mujeres que hombres hablando sin cesar del objeto de su cariño, y llamándole en alta voz […] La erotomanía, delirio erotico, melancolía amorosa, ha sido definida por Esquirol; un amor excesivo, ya por un objeto verdadero, ya por un objeto imaginario: únicamente la imaginación es la afectada, pues en el entendimiento solo hay error.
Documentos empleados:
– La España (2-4-1851), (14-6-1851), (15-6-1851).
– La Esperanza (2-4-1851).
– La Época (17-6-1851).
– El Áncora (19-6-1851).
– Díaz de Arcaya, Manuel. Leyendas alavesas (Zaragoza: Librería de Cecilio Gasca, 1898).
– Elejalde Plazaola, Jesús María. Ayer y hoy del valle de Aramaiona (Vitoria: Diputación Foral de Álava, 1996).
Imágenes:
– Cabecera: Fotografía de Jesus Mª Arzuaga (Oñati, 1967).