En 1888, a raíz de unas sencillas reformas en la capilla y el deposito del cementerio de Santa Isabel de Vitoria-Gasteiz, los responsables deciden aprovechar la ocasión para implementar un curioso sistema de alarma junto a los nuevos tableros de mármol destinados a albergar los cuerpos de los difuntos. Así, en el informe redactado por el procurador sindico se indica la instalación de un sistema de comunicación con timbres, conectados a las habitaciones del capellán y el conserje, “con el fin de que cuando los cadáveres se encuentren en el depósito, si por cualquier circunstancia imprevista, volviere a respirar algún aletargado, servirán estos aparatos de aviso para su socorro”.
Tratando de justificar la idoneidad de este adelanto, que venía a costar 104 pesetas, el escrito argumenta que esta disposición ha sido ya establecida en múltiples cementerios de poblaciones de importancia, evitando así “disgustos y sentimientos a algún familiar que al desprenderse en los últimos momentos de sus seres queridos, tienen siempre la confianza y tranquilidad de que serán atendidos y socorridos antes de que sean sepultados”. Lo cierto es que este documento viene a constatar, de forma indirecta, un temor habitual desde mediados del siglo XVIII, un miedo a ser enterrado vivo al que se conoce, técnicamente, como tapefobia.

Lo asociamos al imaginario victoriano, o a relatos góticos como The Premature Burial de Edgar Allan Poe -publicado en 1844-, pero lo cierto es que las prevenciones y los debates acerca de este tema tuvieron también su correlato en tierras alavesas. Durante las primeras décadas del siglo XX, la prensa local se hacia eco de vez en cuando de los avances relacionados con la compleja y preocupante cuestión de determinar cuando una persona está realmente muerta. Encontramos noticias sobre métodos algo expeditivos, como el propuesto por Brissemont y Ambard, en el que debía clavarse una aguja hipodérmica en el bazo para medir la acidez de lo extraído al contacto con un papel tornasolado. O recuentos de casos documentados, como el de un general francés que fue sepultado en la nieve tras recibir un balazo en Moscú, pero decidieron desenterrarlo para trasladar el cuerpo de vuelta a Francia y, una vez en la carreta, revivió. Dándose la paradoja de que, años más tarde, en París, terminaría asistiendo al entierro del comandante que le había enterrado vivo.
Pero también, en ocasiones, aparecían casos cercanos y la polémica se avivaba. En 1923, el medico vitoriano José de Arana era consultado por el Heraldo Alavés a fin de corroborar que había de cierto en los rumores de la ‘resurrección’ de una niña bilbaína que iba a ser enterrada. Al parecer, las dudas venían provocadas por la ausencia de signos de descomposición en la pequeña, cuyas facciones y rasgos seguían inalterados. Los periodistas del diario vitoriano se personaron en el domicilio de la familia, y pudieron comprobar que el cadáver, en su pequeño ataúd, no presentaba la rigidez de la muerte: “piernas, brazos y cuello, lo mismo que los deditos de las manos y los pies juegan en sus articulaciones como si estuviera viva”. Por esta razón, los vecinos habían alimentado en los progenitores la esperanza de que se tratase de un caso de catalepsia, obligando al doctor bilbaíno encargado del caso a certificar nuevamente la muerte de la niña en compañía de un colega.
En palabras del periodista, “la ciencia ha dicho su última palabra, que echa por tierra esas fantasías vulgares a que tan dados somos y que cierran toda esperanza a unos padres que habían concebido la de que su hijita volviera a la vida. Al hablar con ellos nosotros, hemos creído advertir en su rostro dudas aún, débiles dudas pero que martirizan su espíritu evidentemente”.
Jamás pensé que el contrapunto a casos falaces como este, en los que el exceso de celo alimenta un diagnostico errado, lo encontraría en un pueblito alavés en el que, esta vez sí, se constató un verdadero episodio de catalepsia. Según cuenta Koldo Berruete en uno de los relatos incluidos en el libro Antoñana en cuerpo y alma, esta preciosa localidad alavesa fue testigo de una sorprendente resurrección que ha llegado hasta nosotros gracias a la tradición oral. Mientras el pueblo velaba el cadáver de un vecino, al que todos conocían como Jamín, el hombre se levantó del ataúd para sorpresa de los presentes. Y siguió viviendo durante años, trabajando afanosamente la huerta tras su ‘muerte’.
Además, desde antiguo, muchos médicos habían constatado el peligro de determinar una muerte con demasiada presteza, especialmente en casos de gente ahogada, mordida por alguna tarántula o alacrán o asfixiada por el tufo del carbón, los sumideros o el aire malsano de ciertas dependencias. En este sentido, el doctor parisino Jean-Joseph de Gardanne ideó a mediados del siglo XVIII una maquina fumigatoria portátil que pronto se convirtió en indispensable para multitud de Sociedades de Socorro a los ahogados en toda Europa. El truco de este aparato consistía en un frasco de álkali volátil fluido -un espíritu de sal amoníaco que preparaba el químico francés Balthasar George Sage-, un estimulante poderosísimo que aplicado a la nariz provocaba una reacción. El remedio llegó a España, comenzó a despacharse en las boticas, y pronto, en diarios de todo el país, aparecieron infinidad de notas y testimonios sobre milagrosas curaciones. El 3 de agosto de 1778, se documenta incluso un episodio protagonizado por una vecina de Mendivil, Joaquina Echevarria de 50 años de edad, acometida de apoplejía. También por tanto a través de este medio se dio seguramente más de una “resurrección” en tierras alavesas.

En 1929, la prensa seguía informando sobre los entierros prematuros, convertidos ya en lugar común. Se hablaba de que en Inglaterra se había constituido una sociedad para evitarlos y se explicaba la popularidad creciente de las cremaciones en relación a este miedo. Ya en 1775, el doctor español Miguel Barnades, autor de un libreto acerca de lo incorrecto de inhumar a las personas sin antes haber constatado concienzudamente su defunción, alimentaba esta aparente fobia universal al subrayar
“la horrorosa y miserable suerte de aquellos infelices que, después de enterrados por muertos, y vueltos en sí, mueren en la misma sepultura… No creo que haya aflicción comparable a la calumniosa situación de las personas enterradas vivas… Pues, ¿qué mayor motivo de desesperación que verse una persona fatalmente sacrificada a la Parca, por la inconsideración y precipitación en haberle dado sepultura? Y si no, ¿qué más prueba del rabioso despecho que encontrar a los tales, abriendo las sepulturas, descalabrados, roídos, ensangrentados y lastimados en varios deplorables modos? Yo confieso que me horrorizo de sólo pensar tan infeliz y desastrada muerte”.
Ante este panorama, resulta comprensible la enorme cantidad de patentes de sistemas de comunicación post-inhumación registradas a lo largo del siglo XIX. De esta manera, los timbres instalados en la morgue vitoriana son tan solo un eslabón más de una larga cadena de intentos por ahuyentar el miedo a la tapefobia. Valga la siguiente galería como muestra de algunas de estas invenciones…
Documentos empleados:
– Mercurio histórico y político (Madrid, junio 1786).
– Archivo Municipal de Vitoria-Gasteiz Pilar Aróstegui: documento C/20/39 (1888).
– Heraldo Alavés [20-01-1905 / 18-01-1916 / 27-10-1923 / 31-08-1929
– De Demerson, Paula. «Muertes aparentes y socorros administrados a los ahogados y asfixiados en las postrimerías del siglo XVIII», en Asclepio: Revista de historia de la medicina y de la ciencia, Vol. 53, Fasc. 2 (2001), pp. 45-68.
– Berruete, Koldo. Antoñana en cuerpo y alma (2016).