La vida de Bernarda: labranza y penitencia (1ª parte)

Hoy vamos a hablar de un documento excepcional, un pedacito de microhistoria que nos traslada a la pequeña aldea alavesa de Betoño, para conocer la sufrida existencia de una joven nacida el 19 de junio de 1745 con el nombre de Bernarda Ruiz de Gámiz, en el seno de una familia de labradores(1). La vida de Bernarda fue corta, tan solo treinta y seis años, pero estuvo plagada de episodios extraordinarios que han llegado hasta nuestros días gracias a la biografía espiritual que escribió su confesor, en la que se nos dibuja un personaje absolutamente fascinante, de una complejidad emocional que, como veremos, nada tiene que envidiar a las docenas de vidas de mujeres místicas que a lo largo de la historia peninsular alcanzaron fama de santidad o especial virtud. Aunque su caso reviste una particularidad fundamental, y es que Bernarda no tuvo una vida religiosa conventual, como la del resto de mujeres visionarias que mayormente conocemos, y a lo largo de su existencia, a pesar de su aversión al trabajo, siguió siendo una simple labradora. Este hecho, si cabe, hace aún más valiosa e insólita su microhistoria, contenida en un manuscrito que, felizmente, fue transcrito y publicado en 1958 en el Seminario Diocesano de Vitoria con el título Biografía espiritual de Bernarda Ruiz de Gámiz: joven labradora de Betoño (Álava): (1745-1781), en una edición prologada por Luis Villasante Kortabitarte.

Como decía, su vida fue corta, pero intensa, razón por la cual dividiremos su historia en dos episodios. En este primero conoceremos su infancia, los primeros pasos de su vida espiritual y el desarrollo progresivo e imparable de su devoción, sus sentidas oraciones y, como no, sus visiones. A estas ultimas estará dedicado el segundo capítulo, que culminará con su “dichosa” muerte.

***

Su infancia no resulta especialmente llamativa, pero ya se señala su rectitud, su buen obrar con los pobres y el regaño que hacía a otros niños cuando mentían, lo cual permitió que a una edad tan temprana como los ocho años comenzara a recibir la eucaristía. En su adolescencia, transcurrida entre los doce y los dieciséis años en compañía de un hermano sacerdote, se narra el cortejo de un joven de veinticuatro años de la misma localidad, por el que ella llegó a experimentar un cierto afecto. Un episodio este, que seguiría, años más tarde, martirizándola en su camino hacia la ‘perfección’, al recordar como el galanteo la hizo “nacer algún cuidado en la compostura, en el aseo y aliño, para ponerse más atractiva y más agradable”. Sentía inclinación hacía él, pero, al mismo tiempo, experimentaba los aldabonazos de Dios tratando de alejarla de la tentación. Por suerte o por desgracia, este flirteo llegó a su fin en agosto, cuando el padre de Bernarda la reclamo para los trabajos del hogar, alejándola azarosamente del peligro.

A los diecisiete años realizó una primera confesión general. Y aquí podríamos señalar el inicio de su extraordinaria vida espiritual. Según su confesor, no cometió en lo sucesivo “culpa mortal” alguna, y de la media hora de oración convenida en un principio, pronto pasó a dos horas, en una escalada ya irrefrenable. Por aquel entonces aún no sabía leer, pero se valía de su memoria para conservar lecciones escuchadas en la iglesia o a su hermano, que le servían de oración los días siguientes. Además, muy pronto pareció imbuida por una suerte de visión poética, una percepción del mundo como objeto simbólico que automáticamente le impulsaba a formular santas reflexiones de todo cuanto traía y tenía en sus manos. En un hermoso pasaje de su biografía leemos:

Cuando iba al campo, y le veía lleno de flores, consideraba cuán hermosa estaba un alma con la gracia Divina. Si veía la heredad llena de malezas, consideraba que así se hallaba su alma con las malezas de las culpas. En sus vestidos y calzado consideraba que cuanto traía era despojos de animales muertos, y sacaba de todo ello memoria de la muerte. Consideraba el horroroso fuego con que se hace el vidrio, y decía: “si tanto es menester para que una cosa de tierra pase a ser tan cristalina, cuanto será necesario para que mi alma se purifique y limpie para estar en el cielo? En el pan que comía consideraba por cuantas inclemencias habían pasado los granos de trigo antes de llegar a la mesa: escarchas, fríos, heladas, nieves, molinos, fuego. A este modo levantaba santos pensamientos de todas cuantas cosas veía, oía y trataba […] Los hombres terrenos sólo piensan de lo material que se ve en las criaturas, pero como espiritual todo lo espiritualizaba.

De este modo, comienza a perfilarse una vida tocada por una enorme sensibilidad constante, en la que las tareas y la labranza se combinan, cada vez con mayor intensidad, con un duro programa penitencial, en el que pronto aparecerán los ayunos, la disciplina y el cilicio, obteniendo además la posibilidad de tomar la confesión y comunión con mayor frecuencia de lo normal -cada ocho días-. Por otro lado, adquirió la costumbre de realizar un examen de conciencia diario, en relación a las supuestas faltas exteriores e interiores. Se dice que también en esto hacía gala de una notable meticulosidad, trabajando “en la heredad de su alma” todos los días y arrancando “unas después de otras las malas hierbas, que producía su corazón”.

A los veinte años aprendió a leer, sin prisa, textos llanos y no demasiado enrevesados, rumiando lo leído y digiriéndolo mediante la meditación: “su lección espiritual era como el beber de la gallina, que bebe un poco y luego levanta la cabeza, vuelve a beber otro poco y vuelve a hacer lo mismo. No leía de una vez muchas cosas, ni pasaba muchas hojas”. Obviamente, estas lecturas tenían como materia frecuente la Pasión de Jesús, de tal modo que pronto comenzó a experimentar la continua presencia de Dios, imaginándose una figura o imagen constante de Cristo, y hablando con él familiarmente a lo largo del día, incluso durante las labores del hogar o el ejercicio de la labranza. Así, en palabras de su confesor, se la veía siempre embelesada, abstraída, y al preguntarle algo parecía despertar de esta extraña compañía.

Al hablar de santas y místicas, todas hemos oído relatar sus visiones y sus durísimas rutinas mortificantes. Con veinticuatro años, Bernarda aumentó los ayunos, las vigilias y el uso de instrumentos de mortificación. Como ya se ha señalado, debemos recordar además que la joven trabajaba durante todo el día cultivando el campo, para una vez llegada la noche “continuar este santo ejercicio, desembarazara de lo demás. A las diez se retiraba a su retrete, estaba en oración lo menos hasta las doce, hasta que oprimida del sueño se echaba a dormir de tres a cuatro horas, según se le tenía mandado. A las cuatro se levantaba, estaba en oración por lo menos dos horas en tiempo de invierno y una en verano. No podía más, porque tenía que ir a la heredad”. Llegados a este punto, no necesitaba leer para orar, y su tormentoso mundo interior comenzó a generar mensajes que, un día, tuvo a bien comunicar al sacerdote. Es imposible no conectar la confesión de Bernada Ruiz de Gámiz que referimos a continuación con un sinfín de testimonios de místicas y visionarias que, a lo largo de la historia, han dado cuenta de la existencia y el funcionamiento de fenómenos oculares aparentemente contrarios a las leyes de la visión:

“Yo soy una tonta, que no sé explicarme. Me parece que tengo otros sentidos, otros ojos, otros oídos, o que estoy borracha. Temo que me he de perder”.

Por ejemplo, resuenan las palabras de la abadesa medieval alemana Hildegarda de Bingen, la cual trataba de explicar la naturaleza de sus visiones al monje Guibert de Gembloux en una carta publicada en el año 1175 con las siguientes palabras:

No veo esto con los ojos exteriores, ni oigo con los oídos exteriores, ni percibe con los pensamientos de mi corazón, ni a través de ninguno de los cinco sentidos, sino en mi alma, mientras están abiertos mis ojos exteriores.

A pesar del anacronismo, el paralelismo resulta asombroso, tratándose además de figuras con un bagaje cultural y vital tan desigual. A partir de esta vaga confidencia, y por invitación del mismísimo Jesús, Bernarda comenzará a relatar sus visiones al confesor, tras ocultárselas durante casi dos años. La sorpresa inicial del sacerdote fue mayúscula, y viendo que la historia comenzaba a tomar unos tintes complejos, tuvo a bien solicitar la ayuda del Canónigo de la Colegiata de Vitoria, y consultar a otros muchos especialistas que aprobaron el caso.

Dejaremos las numerosas visiones para el segundo capitulo de la vida de Bernarda Ruiz de Gámiz, pero antes de terminar me gustaría apuntar algunos datos acerca de las mortificaciones y penitencias que se aplicó durante años. La continua oración -dicen que se acostaba y despertaba sumida en un mismo rezo- que practicaba en todo momento y lugar, buscando por toda la casa rincones y escondrijos en los que estar con “su esposo” -así lo describía en innumerables ocasiones-, le llevaba a seguir a Jesús en su dolor, tomando sobre su hombro el peso de la cruz y descubriendo como “hacerse violencia a si misma, y hacerla muy grande, no sólo a los apetitos y pasiones, sino en la cama, en el vestido, en la comida y bebida, en todos los miembros del cuerpo”.

Su alimentación era escasísima y, además, basaba su sustento en los productos más básicos: berzas o habas con un poco de tocino era todo su alimento. Si bien, a partir de un momento dado, y en correspondencia con infinidad de mujeres precedentes de extrema virtud, lo suyo era un ayuno en toda regla, en el que solo tomaba un poco de caldo de ajo o agua hervida, y a la noche una berza con un poco de pan. En muchos casos, el ayuno se ha considerado una herramienta poderosa en manos de la mujer, al tratarse de un terreno en el que podían ejercer cierto control, influyendo o manipulando a sus familias o a sus superiores, y estableciendo un complejo dialogo con el propio Dios, el cual parece obrar el milagro de mantenerlas sin comer a pesar de que esto, indudablemente, es dañino para su salud. En el caso de Bernarda, como en tantos otros, el ayuno pretende acrecentar el alma al tiempo que disminuye el cuerpo:

Cuando había de comer alguna cosa extraordinaria en casa, o comía fuera de ella, estaba prevenida de una hierba muy amarga, y con gran disimulo la metía en la boca, y de esta suerte hacía amarga toda la comida.

Este disimulo que se menciona es importante, ya que ella siempre ocultaba a su propia familia la mortificación y las oraciones. En este sentido, tenía a lo largo del día la cama decentemente arreglada hasta que llegada la hora de acostarse sacaba dos tablas que tenia escondidas y las colocaba sobre el lecho, durmiendo sobre ellas, hasta que se le entumecía alguna parte del cuerpo. Además, contaba con varios cilicios que colocaba, indistintamente, en los brazos, los muslos o la cintura. Empleándolos incluso durante las horas de trabajo. Prefería los cilicios a las disciplinas -látigos-, ya que estas ultimas no podía utilizarlas siempre que quisiera por temor a que le escucharan sus familiares. Así, un día le pidió al confesor que le dejase usar a “su amigo”, el cilicio, todos los días, pues lo “puedo traer con disimulo y sin causar nota alguna”.

Indudablemente, todas estas rutinas y ejercicios minaban su salud, y no son pocas las ocasiones en las que se encuentra indispuesta, aquejada de vómitos, con un cuadro cercano y semejante al de la célebre ‘santa anorexia’, tan habitual en la mística española. En todo este juego, en el que más tarde aparecerá ese erotismo de la ingestión asociado al misterio eucarístico, se evidencia en el caso de Bernarda un deseo de comer la nada de Dios, de atribularse al máximo. Sin embargo, es curioso ver como a menudo el propio Dios le ordena que detenga estas penitencias tan exigentes, rindiéndose de inmediato al mandato divino, y haciendo gala de una obediencia y una sumisión desmedidas. Un tira y afloja constante, que, como veremos en el próximo episodio, atormentó de por vida a la joven, obsesionada con el pecado y enfocada en una magnifica visión recurrente de una escalera, en la que, poco a poco, iba ascendiendo peldaños… desde el minúsculo pueblito de Betoño hacia el cielo.

 

Imágenes: 

  1. Recorte de la fotografía de Enrique Guinea Maquíbar «Bendición de los campos», alrededores de Vitoria hacia 1916 (GUI-III-070_06).

(1) Labradores de un cierto estatus, ya que estaban alistados en la junta de los Caballeros hijosdalgo de Elorriaga, una institución surgida en el siglo XVI para velar por la defensa de los intereses de los Hidalgos de las aldeas pertenecientes al término municipal de Vitoria, ante los numerosos conflictos político-administrativos y económicos que surgieron con las autoridades concejiles de esta villa.

 

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