Zadorra suicida…

Tras dedicar anteriormente un par de entradas al tema, abordando historias de vida y casos rastreables en la documentación de los siglos XVIII y XIX, regresamos al suicidio, fenómeno universal y esquivo, que sigue siendo sumamente habitual en nuestros días.

En esta ocasión, vamos a movernos principalmente en los primeros años del siglo XX, para constatar la preocupación sobre el tema en la prensa local vitoriana y la multiplicación de casos en ciertos puntos específicos de la ciudad.

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El arranque ideal para esta triste historia nos lo ofrece una carta remitida a un diario local a mediados del mes de enero del año 1901. La misiva la firma un tal Domingo Gobeo, quien desea alzar la voz ante una oscura realidad: “Si tendemos la vista a la estadística, veremos con asombro que arroja el Zadorra más víctimas relativamente que el puente viaducto de Madrid”.

En la capital del reino, al parecer, las autoridades habían tomado cartas en el asunto recientemente, impidiendo mediante vigilancia redoblada que varias personas se arrojasen. Gobeo es consciente de que su alegato puede resultar exagerado o absurdo, pero considera preciso tomar una medida semejante en Vitoria, pues “la mayoría de las desgracias acaecidas en dicho Zadorra han sido en una muy limitada extensión (lo comprendido entre el puente de Arriaga y la presa del molino de Abechuco)”. Por ser un espacio abarcable, sugiere que una o más barcas realicen recorridos de vigilancia en ese tramo. Sabe perfectamente que esta solución no impedirá que las personas se arrojen al agua, pero al menos serían capaces de prestar servicio inmediato a “los que peligran en temporada de baños” y a los que traten de suicidarse.

En abril de ese mismo año, el indignado ciudadano vuelve a la carga con un nuevo texto, reprobando que las autoridades todavía no han llevado a la práctica dicha medida que, aunque no evitase la mayoría de suicidios, si sería sumamente beneficiosa para aliviar la intranquilidad y consternación de las familias que esperan durante días la pronta extracción de los cadáveres ahogados.

En realidad, ambos mensajes de Domingo Gobeo guardaban relación con varios casos acontecidos recientemente. Y, en especial, con un “crimen espantoso” que consternó a la capital alavesa en enero de ese mismo año.

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La noticia saltó a la prensa el lunes 14 de enero de 1901, pero aludía a un incidente que sucedió la noche del sábado precedente. En las cercanías del “pueblecillo de Arriaga se había cometido un crimen y las versiones que circulaban daban al hecho las proporciones de una tragedia”. La protagonista era la esposa de un empleado del Ayuntamiento, Don Pedro Ruiz de Azúa, que esa tarde había dejado a sus dos hijas en casa con la excusa de acudir a confesarse. Sin embargo, su intención era otra, y a la misma hora había indicado a sus dos hijos varones que se citaran con ella en Portal de Arriaga. Desde ese punto, se habría dirigido con los pequeños hasta el puente de Arriaga y, una vez allí, “extraviada la razón seguramente, la desventurada madre […] cogió primero al de once años llamado Justo y lo arrojó al rio, pereciendo después de espantosa lucha”.

El mayor, de tan solo doce años, intentó entonces huir sin éxito, y su madre también lo lanzó, tirándose por último ella misma después. Por fortuna, este segundo niño logró resistir en el agua y gritar en busca de auxilio. Y, hacía las seis de la tarde, varios operarios de las fabrica de harinas de la zona consiguieron localizar al pequeño “agarrado a las zarzas de la orilla”. Trataron entonces de lanzar un cabo al río para rescatarlo, pero finalmente fue precisa la intervención de un vecino que no dudo en meterse al agua “luchando a brazo partido con las zarzas y rompiendo con los dientes algunas de ellas”. Así, gracias a esta rápida intervención de Juan Buruaga, conserje del campo de tiro, el pequeño Julián Ruiz de Azua pudo salvarse. La madre y el hermano pequeño perecieron a raíz del incidente, y pasaron muchas horas antes de que los infortunados cuerpos pudieran hallarse. De hecho, fue el mismo rescatista del niño quien localizó el cuerpo de la madre días después del suceso1:

Marchando esta mañana de caza con unos perros el conserje del campo de tiro don Juan Saez de Buruaga, y próximo al sitio denominado “Isla de Aramanguelu”, jurisdicción de Yurre, llamóle la atención los ladridos de sus dóciles canes, y llevado de la curiosidad, acercóse a la orilla del rio, en donde vio a flote el cuerpo indicado.

Como recuerda el Heraldo alavés, el pueblo se hallaba conmocionado con estas desgracias, y no se hablaba “de otra cosa en corrillos de calles y cafés”. A tenor de lo dicho por Domingo Gobeo en sus misivas exigiendo la presencia de vigilancia, debió haber otros casos semejantes en el año 1900. Pero, sin duda, la hemeroteca vitoriana del 1901 se lleva la palma en lo relativo al suicidio. De este modo, el periódico del 26 de marzo llevaba en primera página una nota titulada “¿Desgracia, o suicidio?”, en la que se daba cuenta del avistamiento sorpresivo de un cadáver flotando en el Zadorra y ataviado con una capa. Tras varios días tratando de localizarlo, el paradero del cuerpo seguía ignorándose varios días más tarde.

En julio, el mismo río volvía a protagonizar un desgraciado accidente. Lo protagonizaba un menor de 14 años, Ernesto Rodríguez, empleado del taller de sastrería del señor Ullibarri. La noticia inicial sobre “El suicido de hoy” hablaba de algún disgusto o discusión en el trabajo, detalle que el propio patrón se dispuso a desmentir pasadas unas horas. Y anotaba un significativo detalle: Ernesto se cruzó con un amigo minutos antes del suceso y, tras asegurarle que iba “a tirarse a ahogar”, el compañero se lo tomo a broma, sin darle en un primer momento mayor importancia. Las razones no quedan claras y, tras rescatar el cadáver del agua al día siguiente, se indica que habría atentado contra su vida “por una fruslería”, enamorándose de la muerte “cuando apenas había empezado a vivir”. Lógicamente, nunca es posible determinar una única causa, pero la prensa solía achacar muchas de estas acciones a la enajenación o a ciertos condicionantes personales que se filtraban entre el vecindario.

El 1 de agosto de 1901, y alejándonos por un momento de los casos sucedidos en el río, un zapatero de 46 años que trabajaba en un taller de la Zapatería se infirió “tan tremenda herida en el pecho” con la cuchilla propia de su oficio que “al poco tiempo dejaba de existir”. El hombre se llamaba Simón Arambarri e Iruretagoyena y, según apunta el Heraldo Alavés, se había mostrado atemorizado de ser fusilado e indicaba “que se le perseguía por todas partes”. El 16 octubre también se menciona un nuevo suicidio, un joven de 19 años “se disparó dos tiros con una pistola”.

Como podemos comprobar, la prensa se hacía eco de todas estas desgracias con suma frecuencia, reproduciendo las informaciones a modo de mentidero. Estadísticamente, parece que en 1901 la multiplicación de suicidios fue excepcional, provocando la nota del vecino que reclamaba la implementación de las barcas de vigilancia y salvamento. Pero con el paso de los años el goteo persistió y podemos seguir enumerando algunos casos.

En agosto de 1903, se comunicaba el ahogamiento de un pescador en el termino conocido como “Pozo del Fraile”, perteneciente al Zadorra a la altura de Arriaga. En este caso, más parece un accidente, aunque en múltiples ocasiones resultaba difícil dilucidar entre el percance y el suicidio. Ese punto concreto del rio es descrito como “sumamente peligroso” y de “mucha profundidad”, lo cual dificultó la extracción del cuerpo. De forma excepcional, también en esta ocasión se contó con la colaboración de Buruaga, a quien ya designan como “el salva-vidas” de la zona. Empleando una barquita, localizó primeramente la remanga y poco después el cuerpo. Se dice que circularon varias versiones sobre los hechos, “algunas inverosímiles y faltas de caridad cristiana”, pero no las comparten, y el diario se limita a considerar que el pobre pescador, llamado Saturnino San Andrés Expósito, pudo haberse visto enredado por la remanga y “sucumbir preso de ella”.

Si nos limitamos a los episodios acontecidos en el rio, en febrero de 1905 se vuelve a localizar el caso de un ahogado en “las inmediaciones del puente de Abechuco”. En esta ocasión, dos muchachos encontraron fortuitamente el cuerpo, “pobremente vestido y con bigote”, y resultó ser un vecino de la Herrería al que achacaron “poco afecto a la familia y al trabajo y mucho al alcohol”. Por ello, dicen era creencia general que se había suicidado, “con o sin intención […] por efectos alcohólicos”. En julio de 1906 hay constancia de un nuevo suicida en el Zadorra a la altura de Aranguiz: labrador de profesión, se le achacaban “extravagancias místicas” y cierta manía persecutoria, como justificación a su acto.

En diciembre de 1911 se produjo también el hallazgo de un cadáver. Pero, en esta ocasión, la identificación del cuerpo fue todo un misterio. El siguiente recorte es interesante para constatar lo frecuentes que resultaban los suicidios, y los problemas derivados de esta cobertura mediática tan inmediata:

Es muy posible que, cuando estas líneas se publiquen el cadáver haya sido identificado y, por tanto, despejada la incógnita; pero es lo cierto, que el suicidio o accidente casual que se descubrió el día 26 por haber aparecido en las aguas del Zadorra el cadáver de un hombre parecía un novelón por entregas, un episodio de folletón a lo Ponsson du Terrail, conocidas las peripecias y enredos del suceso mismo.

Se creyó primero que el cadáver era el de un muchacho de Vitoria, persona estimable y timorata. Parecía que algún documento o papel que el muerto llevaba sobre sí inducia a creer lo que no podía ser. Y tras el disgusto consiguiente, la familia del presunto ahogado pudo demostrar con la presencia del interfecto, vivo, que no era cadáver quien se creyó en un principio.

Luego, en vez de deshacer el imbroglio se ha enredado más y más y la justicia se encuentra a obscuras en este caso, sino ha podido identificarse el cadáver en las últimas veinticuatro horas.

Si aparece en el Zadorra el día 28, hubiésemos creido que el río quería embromarnos con una inocentada macabra. Y hubiéramos dudado no ya de quien pudiera ser el cadáver sino hasta de si era o no autentico:

El río sacó fuera su pecho
y habló de esta manera

En otoño se registran muchos suicidios y es lamentable que en nuestro pueblo que tan arraigadas tiene sus creencias religiosas, se de la triste flor del suicidio, acto de cobardía humana que nada resuelve en la vida. Crimen el más abominable por que el atentar contra la existencia, es robar a Dios el derecho que tiene sobre nuestra vida que no nos pertenece.

Vemos además en este último párrafo el peso inquebrantable de la fe, que justifica el enjuiciamiento y las complejas evaluaciones canónicas a las que ya referimos en el caso de Gumersindo de Aguirre. Este mismo tono moralizante lo detectamos en el dramático caso con el que pondremos cierre a esta historia: aconteció en agosto de 1920 en la calle Herrería, y responde más a un episodio claro de violencia de genero. Ante la sorpresa de varias vecinas, que escucharon varias detonaciones en el domicilio del matrimonio conformado por Nemesio Sáez de Ibarra y Lorenza López de Arcaute, los guardias y el herrero se presentaron en el lugar y, ganzúa en mano, lograron acceder a una estancia que ofrecía “un espantoso cuadro”. Hallaron entonces el cadáver de la mujer, “con una herida producida por arma de fuego en la cabeza”, y a Nemesio moribundo, también herido, y “bañado un gran charco de sangre”.

Como se indica en la noticia, buena parte de la información recogida la obtuvo el repórter al llegar al lugar del suceso y charlar con el publico presente. Así, se indica que el matrimonio se había separado recientemente, siendo ella “modelo de honradez y virtud” y él un hombre arrastrado por la disipación y el juego, hasta sumirse en la bancarrota. De este modo, veían claro que la “causa determinante del crimen” había sido “el horrible vicio del juego”. Y alentaban a las autoridades a reprimir “un vicio que tan deplorables consecuencias acarrea”, impidiendo en lo sucesivo la existencia de “ruletas ni garitos, en los que se arruinan las familias y se incuban estos horribles crímenes”. Además de esta valoración popular de las causas del asesinato, en las que casi parece desplazarse la condición de victima hacia la figura del propio homicida, la noticia indica que Nemesio había intentado poner fin a su vida días antes del fatídico suceso: “se propuso arrojar al río Zadorra, pero unos amigos suyos consiguieron disuadirle de tales propósitos”. Este caso nos permite identificar ya ese vinculo entre el feminicidio y el suicidio, muy presente también hoy día. Cuando la policía se presentó en el Hospital pasadas unas horas, tratando de buscar la declaración del asesino y suicida, la diligencia no pudo llevarse a cabo, pues Nemesio “había entrado en el periodo agónico” y terminó falleciendo.

Cerramos así esta microhistoria, tras habernos asomado al fatídico embrujo de las aguas del Zadorra y a la dolorosa realidad del suicidio (y de sus múltiples caras) en la Vitoria de principios del siglo XX.

Notas:

(1) El 13 de abril de ese mismo año, la prensa se hacía eco del agradecimiento del Gobernador Civil de la Provincia por el acto heroico y humanitario que “salvo de una muerte cierta al niño” y “sacó del mismo río el cadáver de Doña Ramona Roldán”.

Documentos empleados:

– Heraldo Alavés (14-01-1901), (15-01-1901), (27-03-1901), (29-03-1901), (03-04-1901), (13-04-1901), (26-03-1901), (09-04-1901), (10-07-1901), (11-07-1901), (01-08-1901), (07-10-1901), (16-10-1901), (24-08-1903), (12-01-1904), (06-07-1904), (06-02-1905), (03-07-1906), (30-04-1909), (28-12-1911), (30-12-1911), (06-05-1914), (20-08-1920).

Imagen de cabecera:

Fotografía de Gerardo López de Guereñu, «El río Zadorra (DURANA)». Signatura: ES.01059.ATHA.GUE.CD.12069

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