Una vez más, abrimos la ventanita a un momento histórico de la ciudad de Vitoria que nos tiene completamente cautivados: el invierno de 1835-1836. Durante el transcurso de la Primera Guerra Carlista, tras la inquietud vivida en la capital alavesa durante los dos primeros años de conflicto, Vitoria recibió a partir de diciembre de 1835 la visita de un enorme contingente de soldados, que duplicarían con creces la población y convertirían la ciudad en una caótica Babel de lenguas.
Durante un puñado de meses, miles de hombres (y mujeres) provenientes de Inglaterra, Escocia o Irlanda, habitaron inesperadamente un gran número de rincones de Vitoria. En un lapso de tiempo muy breve, se vieron golpeados por el frío, el hambre, la inacción o la enfermedad. Y, como ya analizamos en otra ocasión, combatieron la ociosidad como buenamente pudieron, multiplicándose la indisciplina, los intentos de deserción o los excesos con el alcohol y el juego, lo cual originó también un sadismo innegable entre los altos cargos que trataban de mantener la obediencia.
En esta ocasión, vamos a tratar de profundizar en uno de los factores más determinantes de esa fallida presencia de la Legión Auxiliar Británica en suelo alavés: ¿De qué enfermaron? ¿Cómo pudo llegarse a vivir –en palabras de Rutherford Alcock, inspector general de los hospitales cedidos a los británicos en Vitoria– uno de los peores periodos de la historia médica de los ejércitos?
Para ello, contamos con varias fuentes de primera mano que apenas han sido tenidas en consideración hasta la fecha, los textos de varios médicos militares del ejército cristino que, estando presentes en la capital alavesa durante ese invierno, se decidieron a compartir sus experiencias una vez terminada la epidemia.
El primero sería Manuel Codorniu y Ferreras (1788-1857), subinspector de medicina del ejército del Norte, quien publicó en 1838 el opúsculo titulado “El tifus castrense y civil”. Como apunta en la introducción, se anima a escribirlo tras varias décadas ejerciendo “la profesión en distintos pueblos de España, Francia y América, en tierra y navegaciones, en diferentes zonas y climas, en varios ejércitos, particularmente en todas las guerras que ha sufrido esta desgraciada Nación desde el año 1808 hasta el presente”. Pudiendo así constatar que “la enfermedad que más persigue a los guerreros” es el tifus, algo que volvió a repetirse en la reciente campaña del Norte, donde le tocó:
Observarlo de nuevo en las casas particulares y en los hospitales, hasta encargándome yo mismo de la visita de cien enfermos, la mayor parte tifoideos, en el hospital militar de san Francisco de Vitoria unos cuantos días en que me escasearon los profesores por haber sido varios de ellos atacados de la misma enfermedad; y finalmente, en las repetidas visitas de inspección verificadas en los hospitales más infestados.
Por ello, reunía ahora en un solo volumen todas las observaciones anteriores, recabando además información de varios colegas que también ejercieron en similares circunstancias. Como tantas obras del momento, tenía una vocación de servicio, aludiendo a la Medicina practica y sin ocuparse de cuestiones teóricas. Y, como curiosidad, la circular que envió al resto de médicos va firmada en Vitoria a 23 de julio de 1836, precisamente poco despues de haber presenciado el horror, y de que la Legión Auxiliar escapará de Vitoria como alma que lleva el diablo.

En ese escrito, pregunta a todos los profesores que hayan asistido y sigan asistiendo enfermos tifoideos:
- ¿Cuántos años tienen de práctica médica civil, y cuántos de militar?
- ¿En qué época empezó a observarse el tifus en estos ejércitos, y en qué términos vio irse verificando su desarrollo?
- ¿Cuáles cree hayan sido las causas que han ocasionado esta enfermedad en el ejército, y cuáles las de su continuación?
- ¿Han sido atacados los generales, gefes y oficiales á proporción que la tropa?
- ¿Se ha sostenido y propagado con carácter epidémico o contagioso? Distíngase en el segundo caso el contagio mecánico de la infección.
- Si las vicisitudes atmosféricas, tanto estacionales como accidentales, han tenido algún influjo en su aumento o disminución, ¿en qué términos lo han verificado? Lo mismo se dirá con respecto a las privaciones, a los excesos, a las marchas, a la quietud, a los campamentos, a los sitios, a las batallas, a las victorias y a las derrotas.
- Si algunos heridos han sido afectados del tifus, ¿en qué proporción, y con qué resultados? Haciéndose cargo de si han sido espontáneamente o por la infección hospitalaria.
- ¿Con qué síntomas palognomónicos y accidentales ha seguido y sigue comúnmente su carrera esta enfermedad en los estadios de invasión, aumento y decremento?
- ¿Ha marcado y marca periodos por días inciertos o por setenarios?
- ¿Ha presentado algún exantema, sea de manchas jaspeadas o extendidas, rojas, purpúreas o lívidas, pústulas miliares, petequias, parótidas, úlceras gangrenosas &c.? En este caso desígnese a corta diferencia su proporción.
- ¿Cómo ha fundado el diagnóstico de esta enfermedad? Si ha tenido la proporción de verificar alguna autopsia, debe describirla exactamente, designando los profesores o practicantes que le hayan acompañado en ella.
- ¿Cuáles signos pronósticos ha observado más constantes en su práctica?
- ¿Qué método curativo ha usado en ella? Explique francamente los resultados prósperos o adversos, ya sea del método en general, ya de los medios terapéuticos en particular.
- Si las circunstancias de esta desastrosa guerra le han privado de algunos medicamentos de su confianza, ¿cuáles han sido, de qué modo y con qué resultados los ha sustituido?
- Si conserva apuntación de los enfermos tifoideos que ha tratado, ¿cuántos han sido los muertos, los curados y los que han quedado con afecciones crónicas? En este último caso, diga cuáles órganos han quedado de preferencia atacados, y en qué términos. Si no tiene dicha apuntación, satisfaga a esta pregunta por medio de un cálculo aproximado, o con las observaciones que hubiese escrito.
Esta encuesta dirigida desde Vitoria es bien interesante, pues al igual que sucedía con el cólera o la viruela en esas mismas fechas, nos confirma el enorme desconocimiento que existía respecto de las causas efectivas que propiciaban el surgimiento y propagación de la enfermedad. Y es que, la Historia de la medicina europea hasta principios de la Edad Contemporánea viene marcada por un paradigma teórico erróneo. Y tan solo con el paso de las décadas se ira cuestionando la visión humoral-miasmática, siendo en un principio total el desconocimiento acerca de los microbios y las bacterias.
Por ello, Codorniu y Ferreras pregunta por “las vicisitudes atmosféricas”, pero no apunta hacia las pulgas o las ratas. Las cuales, sin embargo, protagonizan un buen número de anécdotas grotescas y macabras en muchos de los diarios británicos que aluden a Vitoria, evidenciando su presencia masiva en todo este festín de muerte.
Tras la circular, el opúsculo del doctor catalán da cuenta de los profesores que respondieron a su propuesta. Son tan solo nueve y nos interesa en particular uno de ellos: “Don José María Santucho, primer profesor médico-cirujano del cuerpo nacional de artillería en la plaza de Vitoria”.
Aunque la obra se presente como un “corto trabajo”, lo cierto es que incluye en el segundo capítulo una ‘Historia del tifus’, con un gran número de referencias ordenadas cronológicamente: antes de Jesucristo y durante la Era Cristiana. Así, al llegar al año 1836 se incluye un apunte ofrecido por Santucho relativo a Vitoria:
1836. En Vitoria. Afirma el primer profesor médico-cirujano del cuerpo nacional de artillería existente en aquella plaza don José María Santucho, que se desarrolló en ella el tifus en el mes de enero de dicho año, cuando se había dado la primera acción de Arlaban; que se aumentó en el mes de marzo y llegó a su mayor altura en el de abril, desde cuyo tiempo empezó a ceder aunque con lentitud, y opina que fue su causa las crueles sensaciones y sufrimientos de toda especie a que están expuestos los soldados en esta asoladora guerra de opiniones y de principios.
Además, al compilar los testimonios relativos a las lesiones anatómicas que le habían aportado sus compañeros, se incluyen las encontradas “en los cadáveres de los tifoideos” presentes en los hospitales militares de Vitoria:
Congestión en los vasos venosos y; senos del celebro, en términos de estar a veces los senos de la dura-mater hasta repletos de sangre coagulada y dura, sin serosidad manifiesta ni en estos ni entre las membranas, ni en los senos del celebro ni en la médula espinal; excepto alguno que otro caso en que el mal había presentado otros fenómenos distintos de los que comúnmente le acompañaban”
Y Codorniu y Ferreras asegura que estos casos serán consignados por Santucho en otra memoria sobre el tifus “cuya publicación promete”. Algo que, como veremos a continuación, terminó por cumplir. Pero antes, encontramos algún detalle interesante más en “El tifus castrense y civil”. En particular, al aludir al tratamiento, queda claro que en ese momento existían dos bandos: quienes empleaban el método fisiologista y quienes preferían el racional. En el caso de Santucho admite no haber empleado “más medios que la dieta, las bebidas temperantes, la sangría general, cuya cantidad he arreglado a las circunstancias del enfermo, pero que he hecho repetir varías veces, llegando de seis a siete en algunos casos; rara vez las locales, y estas a las sienes, detrás de las orejas, regiones yugulares o tobillos”.
Durante su estancia en Vitoria, afirma haber aplicado más sangrías generales de lo previsto, a falta de sanguijuelas. Y no se arrepiente de ello, convencido “por los resultados de que aquellas [las sanguijuelas] casi nunca son absolutamente necesarias, y en las inspecciones cadavéricas adquirí la evidencia de que son insuficientes para oponerse a esta grave enfermedad”. Además, Santucho admite que sus datos no serán tan precisos como hubiera deseado, debido al caos imperante:
Como cuando en el mes de mayo se acumulaban enfermos tifoideos, había un número considerable de otros males y crecido de heridos, al tiempo mismo que pocos profesores, los médico-cirujanos, únicos que podíamos atender a los últimos, habíamos de tener a nuestro cargo no pequeño número de los primeros, a cuya asistencia no bastaban los médicos solos. Pero esta circunstancia, ni la de atender a nuestros batallones los que pertenecíamos á regimientos, no habría bastado a impedirnos tomar minuciosas noticias y formar tablas comparativas, supuesto que así acostumbrábamos siempre hacerlo los que seguíamos desde el principio la campaña, sí el desorden del hospital en aquella época, producido por la falta de medios para sostenerlo, la escasez de local, y su irregular distribución (efecto todo de una administración mal dirigida a pesar de nuestras repetidas y vivas instancias) hasta las continuas mudanzas de locales y de jefes con las de órdenes, como es consiguiente, no hubiera opuesto a todo ello una barrera insuperable aun al genio más emprendedor. No es posible, pues, dar una noticia exacta de los enfermos tifoideos asistidos en estos hospitales desde enero hasta el presente (1º de setiembre de 1836).
Pero asegura haber tratado, desde principios de abril hasta septiembre, “unos ciento cincuenta, de los cuales solo han perecido dos, sin incluir un operado que se complicó, quedando aun varios convalecientes”. Y las respuestas dadas por Santucho respecto de la sintomatología, invitan al veterano doctor catalán a pensar que el tifus padecido en Vitoria “no presentó nunca los caracteres patognomónicos del que conocemos con el epíteto de castrense”, la variante de la enfermedad que en esta monografía se asocia con los hospitales, las cárceles, los navegantes y la guerra.
Llegados a este punto, cabe señalar un detalle fundamental. En esta entrada vamos a analizar los datos aportados por médicos españoles (que tratarían mayormente con población local y soldados nacionales), cuyos métodos para atajar la epidemia diferían notablemente de los empleados por los galenos británicos presentes en la capital alavesa. De hecho, cuando la mortandad fue creciendo en las filas de Legión Auxiliar, hubo voces que achacaron parte de la culpa al estado de abandono en el que las autoridades nacionales y vitorianas tenían a sus aliados. En el caso de Rutherford Alcock, inspector general de los hospitales cedidos a los británicos, adujó como principales causas de la mortandad:
- El estado de abarrotamiento de la ciudad por parte de las tropas.
- Un invierno tremendamente desapacible y difícil, tanto para los nativos como para los extranjeros.
- Las raciones; de mala calidad, deficientes en cantidad, con una entrega irregular y mal cocinadas.
- El estado de los hospitales y de los depósitos para los convalecientes, lo cual generaba y agravaba la enfermedad, haciendo imposible la asunción de todas aquellas medidas que la ciencia médica indica para el tratamiento de las enfermedades.
- Y, por último, la deficiencia de la ayuda médica.
En este sentido, el malestar de Alcock llega a señalar “la inmovilidad, la indiferencia y, en ocasiones, la hostilidad de las autoridades”, apuntando incluso la desazón que le producía la respuesta de los españoles para todo: “mañana”.
A raíz de estas quejas, hubo también una réplica local, mediante un expediente de la Diputación de Álava en el que se abordaban “las causas de que dimana la gran mortandad en individuos de la Legión Auxiliar Británica”. ¿Porqué un número tan abultado de bajas entre los ingleses, cuando el ejército español respiraba el mismo aire y, en opinión de las autoridades locales, sufría las mismas inclemencias y penurias?
En el informe, acaban aflorando un sinfín de reproches, y se terminan enumerando posibles causas de la enfermedad. Y, como curiosidad, también se cuestionan ciertos detalles acerca de la dieta y de la práctica médica extranjera, aunque quien redacta el expediente asegura no haber visto de primera mano los hospitales británicos en Vitoria:
No puede aprobarse el sistema exclusivamente incendiario, excitante y Browniano que prescriben estas enfermedades. Es muy de notar el plan dietético que también abandonan en indisposiciones tan agudas, y lo que es más lamentable que por una pasión mezquina inherente al corazón humano no se hayan acercado los Profesores Ingleses a nuestros Hospitales Militares donde apenas se han desgraciado dos por ciento de todas enfermedades habiendo también abundado el tifus. Consultando amistosamente con los Médicos Españoles que conocen mejor que ellos las causas locales, habrían hecho comparaciones y de ellas consecuencias fundadas no en teorías, sino en la experiencia.
En este mismo sentido, también Codorniu y Ferreras se muestra crítico. Y analiza brevemente, por ejemplo, el extracto titulado Historia de la epidemia que atacó a la legión auxiliar inglesa en el invierno de 1833 y 1836, en Vitoria, redactado por M. W. Lardner, cirujano del primer regimiento de lanceros de la Reina Isabel. En esta obra, al parecer, se justificaba el recurrir a estimulantes de forma continuada (en la imagen a continuación, una petición de raciones por parte de la Legión Auxiliar Británica en enero de 1836, donde figura también en gran medida el aguardiente):
Afirma el autor que en estas circunstancias administró el aguardiente a unas dosis á que ningún práctico se había atrevido jamás, y obtuvo efectos muy superiores a sus esperanzas. Yo di, expresa, a uno de mis enfermos, cerca de dos botellas de aguardiente por día, y sanó. Este medio produjo buenos efectos aun en casos de los más desesperados.
Y se reflejaba uno de los resultados más funestos de la enfermedad, plasmado efectivamente en muchos de los textos y diarios británicos: la gangrena de los pies y las amputaciones de las extremidades inferiores en muchos convalecientes. Además, Lardner confesaba que la legión inglesa había perdido a una séptima parte de sus miembros víctima de esta enfermedad, a lo que Codorniu y Ferreras añade, “como testigo de vista, que pereció más de la mitad de los médicos y cirujanos ingleses que vinieron con ella; en términos que tuvimos que auxiliarla en sus hospitales con facultativos nuestros”.

Por último, antes de pasar a otra fuente documental igualmente rica, hay un último detalle vitoriano en “El tifus castrense y civil”. Este medico militar asegura haber viajado con sus hijos desde que eran muy pequeños, desde Europa a América, “habitando en diversos climas, ya templados, ya muy calientes y ya muy fríos, sin haber sufrido ninguna enfermedad, ni contraído el tifus […] cuando estaban viviendo entre enfermos atacados de él”. Realiza el apunte al mencionar la aclimatación como un posible elemento que hiciera “superior a las enfermedades”. Y asegura que sus hijos también estuvieron en Vitoria “cuando reinaba la fuerza de la epidemia tifoidea en la plaza”, pasando “visita en las infestadas y perversas salas de sus hospitales militares, sangrando y aplicando toda clase de tópicos” a muchos enfermos, sin tener el menor asomo de la enfermedad epidémica castrense.
Ahora sí, podemos pasar a analizar las aportaciones sobre el tifus realizadas expresamente por José María Santucho y Marengo (1807-1883) despues de su experiencia en los hospitales de la capital alavesa. Tal y como había asegurado a Codorniu y Ferreras, este joven medico malagueño expuso ya en 1837 algunas de sus impresiones. Las encontramos primeramente en el nº 166 (Tomo IV, publicado el 3 de agosto) del Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, donde comienza argumentando lo siguiente:
1ª Las causas predisponentes y a veces determinantes del tifo se reducen a las siguientes: reuniones numerosas en parajes estrechos, poco ventilados, húmedos o de cualquier modo malsanos; falta de vestidos necesarios, poco aseo, trabajos muy penosos, y marchas forzadas; desastres y desgracias comunes a un ejército, una tripulación, una población o un reino, como derrotas, sitios o bloqueos; fuertes pasiones de ánimo, y casi principalmente las excitadas por el infortunio, la nostalgia y el miedo; escasez de alimentos, su mala calidad ola repugnancia con que se toman; respiración de atmósfera cargada de exhalaciones de enfermos, de hospitales infectos o de cadáveres, húmeda é hedionda, y sobre todo en donde se contengan tifoideos gravemente atacados &c. Todas estas causas obran por su influjo en la inteligencia impresionando el celebro, minando su resistencia, preparándole a enfermar, y determinando al fin la lesión alguna de las más graves de entre ellas, o bien cualquiera exceso que altere de otro modo la salud. Pueden al mismo tiempo afectar otros órganos.
Muchos de los condicionantes descritos coinciden con lo vivido en Vitoria durante el penoso invierno de 1835-1836, pero nada tienen que ver con las causas reales de propagación de este mal que hoy conocemos. Además, algunos de los debates sobre el tifus se asemejan a los planteados en lo relativo al cólera, donde también los médicos a nivel nacional y local discutieron su carácter epidémico o contagioso, lo que derivaba en distintas estrategias de reacción y control. Y en relación a esto, Santucho asegura lo siguiente:
6ª El tifo aparece en las circunstancias expresadas espontáneamente sin necesidad de que haya salido de otro punto, porque las causas enunciadas son suficientes para producirlo y en esto convienen todos los médicos. Ahora bien, es fácil concebir que, si el primer enfermo no fue contagiado, el segundo, el sexto o el vigésimo pueden también haber sido atacados de igual modo y sin diferentes causas.
7ª En el tifo no hay contagio ni existe miasma alguno contagioso: 1º, porque la propagación de la enfermedad no exige para explicarse la acción de aquel, el cual es una suposición gratuita: 2º, porque nada hay que pueda demostrar la existencia del miasma o agente. No hay pues contagio ni inmediato ni mediato.
Él no da veracidad al miasma, pues “¿por qué hemos de creer en la existencia de este principio en que no hallamos las propiedades de la materia, abstracto, sin dato alguno evidente a su favor?”. Y a renglón seguido nos proporciona una interesante descripción del desastre vivido en Vitoria y su relación con la enfermedad, tratando de buscar la correlación de los eventos:
8ª El tifo al aparecer en Vitoria no ha desmentido el raciocinio anterior. La venida de la legión británica fue seguida de la aparición del tifo; pero los individuos que llegaron estaban sanos, y estos no comunican enfermedades que no padecen puesto que los mismos partidarios del contagio no se atreverían a asegurar que trajesen en los vestidos el germen. En el vecindario se vieron luego enfermos de la misma clase, y todas las tropas españolas se hallaron expuestas a su influjo. El soldado que llevaba dos años de una guerra a muerte y sin descanso, que empezaba a sufrir privaciones, que tenía para subsistir una miserable ración y para dormir una mala paja, que sufría un cruel invierno, que tenía escasez de leña para calentarse, y que recordaba haber visto diezmar sus filas por las bayonetas, el plomo, las asfixias y el cólera; que veía prolongarse la guerra y se hallaba afectado por los cambios políticos presumibles entonces; este soldado, digo ¿no se encontraba en las condiciones más favorables para ser atacado del tifo?
El pueblo de Vitoria agobiado de mil modos con la aglomeración de tropas, con la incalculable carga de alojamientos, con la falta de recursos, con los quebrantos de sus capitales consecuentes a la paralización del comercio, ¿no puede asegurarse que sufría indefenso los tiros de esta enfermedad? Ni el celebro del soldado es impasible, y menos en el descanso e inacción, ni el paisano podía dejar de recibir un profundo sello de sobreexcitación. Por esto he asignado dichas exclusivas causas al tifo de Vitoria ypor eso lo he creído aparecido independientemente del de otros puntos, aunque producido en todos por las mismas causas.
Este escrito, firmado el 1 de julio de 1837, nos ofrece una referencia clara de la carestía padecida en la ciudad. No resulta esclarecedor a la hora de determinar las causas, y considera que el tratamiento también deberá adaptarse a las modificaciones oportunas de cada epidemia. Además, antes de terminar aporta un consejo que hoy resulta hilarante, tratando de disminuir el influjo de las causas morales: “en los militares, las victorias continuadas no son a la verdad las que favorecen el tifo; la prolongación indefinida de la guerra, las desgracias de ella y la escasez de recursos son los amigos más fieles de la funesta enfermedad. Procúrese la abundancia y buena calidad en los abastos, por una parte, y por otra difúndase alsoldado confianza y amor a la gloria, mientras no se descuiden los medios higiénicos: he aquítodo el secreto para impedir la aparición de la enfermedad, opara hacerla menos funesta”.
Lo expuesto brevemente en este artículo del Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, fue ampliado por Santucho en un texto titulado “Historia del tifo padecido en los hospitales militares y en la ciudad de Vitoria en el año 1836”, y publicado íntegramente en el Tomo 2 de Revista Mensual de Medicina y Cirugía del año 1840.
Esta memoria fue premiada por la Academia Nacional de Medicina y Cirugía de Barcelona en 1837, y recoge las observaciones que él pudo realizar cuando arribó a la capital alavesa a principios de 1836. En especial, me interesa la descripción que realiza sobre el estado funesto de los hospitales locales, una autentica joya por la cantidad de detalles que aporta acerca del contexto de guerra:
La mayor parte del ejército se hallaba ocupando a Vitoria y todo lo que se llama llanada de Álava. Como los enfermos y heridos eran conducidos a dicha ciudad, pronto se aglomeró crecido número de ellos. Se recibían en dos puntos, que eran el hospital militar situado en el convento de San Francisco, y el civil, extramuros, en el cual estaban habilitadas algunas salas al efecto. Ambos eran administrados por la junta que cuidada del último, y servidos por las hermanas de caridad. Pero la hacienda militar tenía desatendido el pago, y la junta carecía de los fondos necesarios.
Así había falta grande de ropas, que se mudaban por tanto muy de tarde en tarde, y se carecía de la conveniente limpieza. Los alimentos eran escasos, no siempre de buena calidad; y con respecto a su uso, los profesores no podían estar seguros de que se ejecutaban sus ordenes con puntualidad. La botica estaba servida por una de estas hermanas de caridad, que, sin conocimientos en el ramo que desempeñaba, despachaba los medicamentos simples, hacia las preparaciones más sencillas y pedía a las boticas particulares las restantes, sin poder por tanto responder de su exactitud. Se debe entender esto de las medicinas de poco precio y que fácilmente se podían hallar, pues las demás faltaban constantemente. No siendo capaz el local, los convalecientes salían prematuramente de los hospitales, o detenidos en ellos, sin haber departamentos con este objeto, hacían más embarazosa la asistencia de los nuevos entrados.
Al parecer, su empuje y el de un par de colegas más permitieron que se abrieran “los hospitales de Santa Cruz y de Santo Domingo”. Y poco despues, se establecieron “los hospitales de las casas de Verastegui y de Otazu, y finalmente el de San Antonio, destinado entonces a la convalecencia”. Es importante hacer un pequeño inciso, para aludir al caso del Palacio Maturana-Verástegui. Recordemos que su propietario en ese entonces, Valentín de Verástegui y Varona (1789-1878), se sublevó al inicio de la Primera Guerra Carlista, nombrando una Junta Suprema de Álava presidida por él mismo, que asumió la labor interina de gobierno. Ese levantamiento pro carlista duro poco, y en noviembre de 1833 Verástegui abandonó la ciudad y se incorporó a las fuerzas de Zumalacárregui. A partir de ese episodio, sus bienes fueron embargados, lo cual explica que para 1836 hubieran dispuesto del Palacio para instalar uno de los hospitales.
A pesar de que los establecimientos hospitalarios se fueran multiplicando, las condiciones distaban mucho de ser apropiadas. Y en su opinión, “la humanidad reportó aquí más ventajas que la ciencia”, pues:
La continua traslación de enfermos de unos hospitales a otros, la variación frecuente de números y de salas, y otros mil accidentes que de tropel se agolpaban, oponían insuperables obstáculos a la constancia de los profesores de sanidad militar.
Esta situación originaría no pocas riñas y problemas, y alude por ejemplo a una ocasión en la que “no cabiendo todos en las camas preparadas al efecto, se sacaron violentamente de las suyas a otros enfermos, los cuales pasaron una noche tendidos en el suelo, o buscaron asilo en el lecho de algún compañero”. Y Santucho se anima incluso a tratar de ofrecer un cuadro aproximado del movimiento de enfermos en la hospitalidad:
- Enfermos existentes a fin de 1835: 518
- Enfermos entrados en todo el año de 1836: 12.887
- Enfermos curados en todo el año de 1836: 12.311
- Enfermos fallecidos en todo el año de 1836: 711
A partir de aquí, en el extenso texto del medico malagueño prescindiremos de sus apuntes acerca de la sintomatología o de la información recabada en las autopsias, para centrarnos en la información que nos pueda aportar acerca del estado de la ciudad y de sus gentes. Según apunta, el problema entre las filas nacionales habría comenzado en enero de 1836, tras la batalla de Arlabán. Pero ya antes el mal se habría constatado en la Legión Auxiliar, pues “sin duda de dicha legión fueron los primeros tifoideos militares que hubo en Vitoria”. Por ello, ya para el 22 de enero leemos en el diario de un militar británico la siguiente afirmación:
Puede decirse en verdad que Vitoria es en este momento la ciudad de la muerte. Día tras día los pobres soldados de nuestra Legión son transportados a sus tumbas en carros de bueyes, y todo lo que hay para ponerles encima es una sábana. La fiebre general ha sido clasificada al fin por las autoridades sanitarias como tifus del peor género. Sea lo que fuere, está haciendo terribles estragos en la Legión.
Efectivamente, Santucho confirma que los facultativos ingleses y españoles “convinieron a una voz que reinaba un tifo castrense”, y les toco a partir de entonces tratar de atajar el problema. Y poco más adelante en su monografía incide en el debate sobre las causas que lo originan. Como vimos, eran un enorme batiburrillo de posibles indicios, que el trata de aplicar “al tifo padecido en Vitoria”:
Al empezar la campaña contábamos con un ejercido poco numeroso, pero instruido, animado de los mejores deseos y proviso de cuanto le era necesario: pocas veces habrá estado tan brillante como entonces. Habituado a los ejercicios, simulacros y paseos militares, el soldado era robusto, ágil, decidido: sus primeros ensayos coronados de la victoria, manifestaron ya lo poco dispuesto que se hallaba a enfermar.
Pero de este glorioso inicio, pronto se pasó a la incorporación de nuevos soldados que resultaron mucho más afectados: “la muerte le estaba asestada por todas partes: tenía a la espalda una familia a quien librar de la opresión, al frente un enemigo implacable”, y en ese momento de debilidad apareció también el “cólera morbo asiático”. Además, la guerra entró en una nueva etapa, de mayor inacción, con menos resultados visibles, y “se establecieron acantonamientos en pueblos pequeños, pobres, asolados por el enemigo”.
En ese momento, también en Vitoria, “el soldado tuvo por colchón la paja que habían oprimido ya cien distintos cuerpos, y por cuarteles, reducidos pajares cerrados a la ventilación, pero con frecuencia abiertos al frío y a la humedad”. Y Santucho nos aporta un dato que otras fuentes también manejan: “solo en Vitoria y una legua alrededor se hallaron por varios meses alojados de treinta a cuarenta mil hombres”. ¿Cómo es posible dar acogida a semejante volumen de individuos? La respuesta es clara: “en la dicha ciudad cada casa tenía alojados dos, tres y hasta cuatro oficiales con sus asistentes, y a veces en un cuarto propio para uno solo, se hallaban dos y tres”. Todo esto explica las constantes quejas del vecindario ante los abusos y los roces en el día a día con la soldadesca. Y el medico también alude a la escasez de carne, al mal tocino y al vino con frecuencia agrio. Y a la mala costumbre de dejarles guisar y preparar el rancho a los propios soldados, lo cual originó la proliferación de diarreas y disenterías.
De este modo, para Santucho el tifus se originaba cuando se acumulaban militares, con mayor intensidad en invierno, pudiendo también contagiarse a través de vestidos o camas, pero sin la menor idea de su origen y de porque “deja de propagarse y cesa”. E indica un dato curioso al respecto de Vitoria, pues los habitantes de la ciudad, “mejor socorridos que los de los hospitales”, han perecido sin embargo en mayor número y proporción. ¿A qué se debe? Únicamente encuentra respuesta remitiendo nuevamente a la dimensión moral: estas causas “han debido obrar con más energía en paisanos inermes, esclavos de la férula militar, agobiados por alojamientos, gastos, carestía y demás penalidades de un país ocupado militarmente”. Y se plantea un interrogante que les traería de cabeza: “¿el tifo pasaba del hospital al vecindario o de este a aquel?”.
En definitiva, son muchas más las dudas que las certezas en los textos de Santucho y Codorniu y Ferreras. La enfermedad iba y venía, y también lo hacían los ejércitos. Por ello, a comienzos de abril de 1836 el General Evans (teniente al frente de la Legión Auxiliar) se mostraba decidido a trasladar a sus hombres hasta la costa, “con la intención de obtener un campo de acción más independiente, útil y efectivo”. Las tropas extranjeras escaparon de Vitoria, pero como se anotaba en las tablas del joven medico malagueño, en los hospitales locales fallecieron más de setecientas personas durante todo el año. De hecho, Santucho confirma haber tenido que tratar también con soldados ingleses, pues a la salida de los regimientos él quedo a cargo de “vigilar sobre la más esmerada asistencia” a los enfermos de la Legión que se quedaban atrás en Vitoria. En principio, se les había cedido el Palacio Escoriaza-Esquivel, pero más tarde este hospital se extinguió y, en palabras de Santucho, fueron “conducidos al hospital de San Francisco”, donde permanecieron siempre bajo su cuidado.
Documentos empleados:
– Codorniu y Ferreras, Manuel – El tifus castrense y civil (Madrid: Imprenta que fue de Fuentenebro, a cargo de Alejandro Gómez, 1838).
– Santucho y Marengo, José María – Historia del tifo padecido en los Hospitales Militares en la ciudad de Vitoria en 1836 (Tomo 2 de la Revista Mensual de Medicina y Cirugía, 1840).
– Santucho y Marengo, José María – «Sobre el tifus padecido en el ejército del Norte», publicado en Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, n.º 166, Tomo IV, del 3 de agosto de 1837.
Imágenes:
– Cabecera: Sorpresa hecha al Batallón de Gerona, cerca de Vitoria. Grabado incluido en la obra de Francisco Sainz «Panorama español, crónica contemporánea. Obra Pintoresca […]» (Madrid: Imprenta del Panorama Español, 1842).