Sembrados de muerte…

Llevamos ya varios textos rondando los escenarios de la batalla de Vitoria, y aludiendo a los relatos originados por protagonistas de la misma o por aquellos viajeros que, una vez terminada la guerra, recorrieron los hitos más destacados de la Peninsular War [Guerra de la Independencia Española], marcados por la gloria y la muerte. Imagino que, según la procedencia del viajero, el recuerdo se articularia de distinto modo. Así, Vitoria resultaría lógicamente memorable para los británicos, pero se me hace más llamativa la atracción que también pudo originar en los excursionistas franceses, quienes no parecen haber experimentado ningún tipo de topofobia (un término que alude al rechazo o desapego que se pueda experimentar hacia ciertos lugares, marcados por la tragedia) a pesar de la derrota y de los miles y miles de muertos causados por el enfrentamiento en terreno alavés.

En esta ocasión, vamos a hablar de un testigo directo de la campaña militar del ejército británico en terreno peninsular (España y Portugal) durante el desarrollo de la Guerra de Independencia: George Cumberland ‘Junior’ (1816-1849). Conviene apuntar que era hijo del artista y poeta George Cumberland (1754-1848), y que ambos −padre e hijo− mantuvieron una destacada amistad con el mítico pintor y grabador londinense William Blake, experimentando también con técnicas y procedimientos innovadores de impresión. Cumberland ‘Junior’ acompañó al ejercito de Wellington de 1808 a 1814, y al termino de la guerra, ya en 1818, se animó a publicar un primer trabajo con doce aguafuertes compuestos por vistas y paisajes de España (las fechas de los eventos representados van desde 1811 hasta 1813), en una edición limitadísima de tan sólo treinta ejemplares.

Poco después, y partiendo de esta primera experiencia editorial, vio la luz en Londres Views in Spain and Portugal taking during the campaigns of his grace the Duke of Wellington [Vistas de España y Portugal tomadas durante las campañas de Su Gracia el Duque de Wellington]. Esta vez, la obra comprendía diecinueve litografías coloreadas a mano, por lo que se añadían siete nuevos lugares. Por suerte, la vista de Vitoria se mantiene en ambas ediciones, así que tenemos dos versiones de un mismo escenario, a las que vamos a dedicar este sencillo estudio.

Todo parece indicar que Cumberland hizo uso de la cámara lúcida a la hora de ejecutar las vistas de España y Portugal sobre el terreno. Recordemos que este dispositivo óptico, ampliamente empleado por artistas (como apoyo en el trazado de la perspectiva) durante la primera mitad del XIX, había sido recientemente patentado por William Hyde Wollaston en 1806. Y sabemos que fueron varios los viajeros y dibujantes presentes en España durante la Guerra de Independencia que la utilizaron, obteniendo como resultado un dibujo mucho más preciso y el asombro de los testigos. En concreto, hay un testimonio muy singular del político británico Willian Jacob, quien visitó Andalucía a partir de 1809. En su recorrido, se valió de la cámara lúcida para dibujar una imagen de la Lonja de Mercaderes de Sevilla, para sorpresa de los presentes:

Yo quería hacer un boceto de este edificio y uno de los canónigos de la catedral me introdujo en la casa de una señora que habitaba justo en frente, desde donde podía disfrutar de una buena perspectiva para realizarlo. Como me serví de la cámara lúcida, el asombro de la buena señora y de sus sirvientes provocó mucha excitación; y quizá me hubieran tomado como un mago, si no me hubieran conocido como el amigo de un sacerdote, y nada parecía que podría llegar a superar su sorpresa cuando vieron el edificio que tenían ante ellos reflejado sobre el papel, reducido a una pequeña extensión, y con cada una de sus partes(1)

Ahora sí, podemos observar la vista de la capital alavesa de Cumberland, en la primera versión publicada en 1818:

El título reza “Vitoria con una vista lejana de los Pirineos, 1813”. Podemos apreciar que la perspectiva desde la que ha sido tomada coincide plenamente con la empleada por George Vivian (1798-1873) en 1833: la panorámica se obtuvo (aproximadamente) desde Abendaño, por el camino de Ali. Y distinguimos −de izquierda a derecha− la silueta de Santo Domingo, la Catedral, San Pedro, San Miguel y San Francisco. Además, podemos observar que tras el primer plano compuesto por arbustos y vegetación, en la planicie que conduce hasta la ciudad, Cumberland ha dibujado un cañón destruido y a un soldado sentado, como un testigo mudo y congelado del azote bélico.

Lo más interesante es acudir ahora a la versión litográfica de 1823, para comprobar los sutiles cambios apreciables:

El paisaje es idéntico, pero en los campos de cultivo sembrados por la sangre de los caídos, ya no figura el soldadito, aunque persiste el carro-cañón. Y en primerísimo plano, emerge una calavera con un par de huesos cruzados. Es difícil no pensar en la simbología universal asociada a ello: un recordatorio de la fugacidad de la vida, un memento mori; pero también en nuestro siglo XXI una señal de peligro o toxicidad. En cierto modo, aunque no sintieran esa fobia hacía el lugar a la que aludíamos al comienzo, Vitoria y su paisaje habían quedado marcadas. En este momento, si echamos un vistazo de vuelta a la primera versión, comprobaremos que, entre la vegetación, también se esconde un cráneo y quizás unos huesos.

Resulta que en la edición de 1823 se incluyó al inicio del volumen una descripción de las vistas, ausente en la primera versión, así que vamos a traducir el sencillo texto que acompaña al horizonte vitoriano:

Vitoria, ciudad española, capital del distrito de Álava en Vizcaya. En la planicie representada en la ilustración, y cerca de la ciudad, se obtuvo una contundente victoria por parte de las fuerzas aliadas bajo el mando del Duque de Wellington, al enfrentarse a la armada francesa liderada por Jerónimo Bonaparte y Marshal Jourdan el 21 de junio de 1813.

Para complementar el trabajo de Cumberland, vamos a terminar aludiendo a otro libro, publicado tan solo un año más tarde, en 1824: Views in Spain de Edward Hawke Locker (1777-1849). Nuevamente, hablamos de un veterano de la Guerra de Independencia, y en su periplo por la península (en 1811 y 1813) pudo visitar un sinfín de puntos acerca de los cuales compendió sus impresiones años más tarde, incorporando a la edición 60 páginas con grabados y paisajes. Entre las vistas escogidas, aparece Vitoria y su “field of battle” [campo de batalla]. La perspectiva en esta ocasión es diferente, la ciudad se asoma a lo lejos, y el paisaje campestre ocupa mucho protagonismo en primer plano, con varios personajes caminando, animales e incluso el cauce de un río:

Como se anota abajo a mano derecha, el grabado se inspira en un boceto original tomado del natural por E. H. Locker. Y en este libro, es interesante constatar el peso y la importancia compartidas del texto y de la imagen, pues a cada grabado le acompaña una descripción bastante más generosa y rica en detalles. A continuación, ofrezco una traducción completa del escrito referido a Vitoria:

El corazón de un inglés late con inusual vivacidad al aproximarse a Vitoria. Cada objeto le recuerda el triunfo de sus compatriotas, mientras la imaginación se ocupa de repoblar la llanura con toda una multitud de combatientes que, sólo unos meses antes de mi visita, se verían entremezclados en el desesperado conflicto armado, sobre esta tierra en la que todavía permanece impresa la marca de su lucha. Fragmentos de armamento y pertrechos militares quedaron en el campo de batalla. Aquí y allá asoma un armón roto o una cureña de cañón, el rastro de un ejército en retirada. Vitoria se presenta imponente al aproximarnos, elevándose sobre la llanada, con el Zadorra serpenteando al frente. A la izquierda del camino, antes de acceder a la ciudad, me llamó la atención un parque de artillería compuesto por 150 piezas de cañón, arrebatadas a los franceses, junto con una inmensa cantidad de carruajes y otros vehículos, entre los que se encontraban las carrozas del ex rey José, conteniendo todo su botín portátil. Muchos de estos coches fueron acribillados a tiros, en medio de la locura imperante. José escapó por poco, pues un oficial de caballería británico llego a posar la mano en la puerta de su carruaje,We momento en el cual salió disparado y, montando a caballo, huyó para así salvar la vida.

A mi llegada, el general Álava (amigo y compañero de Lord Wellington) me recibió con gran atención. Había llegado recientemente a la ciudad para casarse con una dama con la que llevaba mucho tiempo comprometido y para recuperar la posesión de sus propiedades, que llevaban cinco años en manos de los franceses. Hizo muy agradable mi corta visita y, al partir, me entregó cartas [de presentación] para Burgos y Madrid que me resultaron muy útiles.

Vitoria, como capital de Álava, tiene unas dimensiones considerables. El casco antiguo está mal construido y es irregular; pero la parte moderna presenta en cambio buenas construcciones piedra arenisca y me recordó a Bath. Una de las caras de la plaza principal está ocupado por el ayuntamiento: tiene soportales rodeados de tiendas, una terraza en la parte superior y una hermosa fuente en el centro. Desde allí se extiende una espaciosa alameda, que por la noche estaba repleta de gente elegantemente vestida. El general envió a su ayudante de campo para que me enseñase un hermoso cuadro de Murillo (el Descendimiento) en la iglesia de Santa María. Encontré también otra iglesia (totalmente desmantelada), ocupada entonces por 600 soldados heridos, tanto ingleses como franceses. El resto había sido desalojado.

Mientras caminaba, me encontré de repente con un grupo de elegantes jóvenes, bailando por la calle al son de una flauta y un tamboril. Iban estilosamente vestidas y bailaban con mucha gracia, deteniéndose a intervalos para cambiar el paso de lento a rápido. Mi mayor sorpresa fue que esta animada exhibición causó poco revuelo entre los presentes, hasta que, tras preguntar, supe que se trataba de una antigua costumbre en la provincia y que acompañaba la mayoría de sus festejos públicos.

Lo cierto es que este texto ofrece varios datos interesantes. En primer lugar, al subrayar esa sensación anímica que experimentarían los ingleses al pisar la tierra donde habían tenido lugar los combates. Además, la mención a Miguel Ricardo de Álava es fundamental, para conocer el momento en el que Edward Hawke Locker pasó por Vitoria. Sabemos que el General Álava regresó a su ciudad a mediados de agosto de 1813, a fin de reponerse de la fatiga y el desgaste de la guerra. Como ya se apunta, contraería matrimonio con María Loreto de Arriola y Esquivel en noviembre de ese mismo año, y no marcharía de vuelta al cuartel general del Duque de Wellington en San Juan de Luz hasta principios de 1814 (habiendo siendo nombrado Diputado General de la provincia justo en esas fechas transcurridas en casa, cargo al que renunciaría en mayo de 1814 para incorporarse como embajador en Holanda). Por lo tanto, es casi seguro que la visita se produjo entre agosto y octubre de 1813.

Por otro lado, impresionan los ecos de la guerra: todos esos materiales y carruajes destartalados; y, sobre todo, esos cientos de soldados de ambos bandos atestando una iglesia desmantelada (cabe preguntarse ¿cuál sería?). Por último, no podía faltar esa sorpresa ante los bailes y festejos del pueblo vitoriano elegantemente ataviado, algo muy frecuente en muchos de los relatos de viajeros extranjeros a lo largo de la historia. Parece que la capital alavesa pasaba prontamente página, recuperando los festejos públicos al son del txistu y el tamboril. Y es curioso que al británico le muestren ese supuesto Murillo en la Catedral, obra atribuida hoy día a Gaspar de Crayer, pero acerca de cuya autoría se especuló en varios escritos de finales del XVIII, achacándola a Van Dyck (por parte de Gaspar Melchor de Jovellanos) o al mítico pintor sevillano (por parte de Lorenzo de Prestamero y el marques de Montehermoso en la Guía de Forasteros en Vitoria de 1792).

Seguramente regresemos en futuros escritos al volumen de Edward Hawke Locker, pues Vitoria no es el único emplazamiento alavés reflejado en sus páginas. Por hoy lo dejamos aquí, tras habernos aproximado a estos escenarios sembrados de muerte.


Notas:

(1) Véase Méndez Rodríguez, Luis. La imagen de Andalucía en el arte del siglo XIX (Sevilla: Centro de Estudios Andaluces, 2008), p. 16.

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